Dimensiones de la pena en la infracción tributaria

Por Diego D´Odorico. realizado en el Seminario de Tributario a cargo del Dr. Félix Adolfo Lamas (h.) de la Carrera de Derecho de la Pontificia Universidad Católica Argentina. Año 2012.

 

Sumario: I. Introducción y delimitación del tema. II. Criminalización de la infracción tributaria: argumentos a favor y en contra. III. Norma tributaria y desobediencia civil. IV. Los fines de la pena tributaria. Reflexiones finales.  Bibliografía citada. Bibliografía complementaria.

I. Introducción y delimitación del tema

Hay una cuestión en la que numerosos autores de la materia coinciden –al menos como punto de partida del análisis y más allá de los distintos enfoques que puedan llegar a tener respecto de la razón de ser, la mecánica y los alcances de los impuestos– y es en que estos constituyen en la práctica, sin lugar a dudas, un hecho odioso.

Cabe preguntarse el porqué de esta realidad: se supone, en términos simplificados, que el impuesto está pensado para poder ser encauzado no sólo al sostenimiento económico del Estado, sino a satisfacer otros fines de naturaleza común a la ciudadanía. Ambas finalidades resultan nobles, y su satisfacción, necesaria; no obstante ello, tanto una como la otra, independientemente de que a priori y teóricamente sean lógicas, encuentran detractores a la hora de la queja por tener que pagar impuestos.

Claro está que el Estado, como figura abstracta que es, no se sustenta por sí mismo; es el conjunto de personas que lo dieron a luz quienes deben aportar para su , mantenimiento y correcto funcionamiento. Sin embargo, suele escucharse en boca del contribuyente que el Estado recauda por el mero hecho de recaudar, pudiendo este bastarse con menos. Por lo tanto, pareciera haber un excedente en las arcas estatales en lo que hace a la caja para su propio mantenimiento, y no se sabe del todo bien dónde van a parar esos fondos –todo esto, sin entrar en detalles acerca de la mayor o menor falta de ética y consiguiente corrupción que puede afectar a una en particular–.

El problema mayor, lo que no resulta del todo lógico, pareciera estribar en la otra finalidad mencionada: si le preguntáramos a un contribuyente qué opina de los impuestos que debe pagar, la respuesta más probable sería que, cuanto menos, está disconforme con el solo hecho de tener que pagarlo. Ahondando más en la pregunta, probablemente respondería con indignación que descree de la correcta reinversión de los fondos aportados en lo que hace al bien común público. Vale decir, en términos lisos y llanos, que se siente estafado, pues “no obtuvo lo que pagó”: subyace en el pago del impuesto una idea contractualista en la cual el ciudadano quiere ver reflejado materialmente su aporte. Como eso no ocurre con necesidad, años de contribución para seguir viviendo en una calle sin asfaltar, o que no haya insumos en el hospital público, o no tener una red de agua potable genera, en el más benigno de los casos, desagrado y ofuscación.

Es entendible, pues, que frente a una imposición dada al conjunto de ciudadanos de tener que aportar al fisco sean muchos quienes sientan olor a injusticia. Si tenemos en cuenta, además, que incumplir con el tributo implica estar en falta, nos encontramos frente a un doble problema: una parte de la ciudadanía disconforme, que aporta más por temor a la pena que por gusto, y otra parte de la ciudadanía que incumple con su obligación tributaria, a la cual el Estado fiscaliza y persigue hasta tanto satisfaga dicho deber.

Me atrevo a esbozar este planteo basándome en situaciones cotidianas y sencillas porque, en definitiva, el gran edificio de la recaudación impositiva se estructura en base al ciudadano que aporta; es precisamente él quien vive estas situaciones cotidianas y sencillas, alejado de elevadas discusiones académicas y, más aún, de debates legislativos sobre políticas tributarias; es él quien paga o es él quien evade; es él quien es tolerado o es él quien es perseguido.

Las , esos moldes con los que quienes pertenecemos al mundo del derecho estamos acostumbrados a tratar, son sólo eso: moldes. Y son muchas las veces en que nos olvidamos del riesgo que supone pasar por alto las cosas más básicas, haciendo foco en construcciones más complejas que surgen con posterioridad y como respuesta a realidades concretas. Es por esto que me propongo, en este trabajo, analizar qué sucede cuando la obligación tributaria es incumplida por el ciudadano, los medios de los que el Estado se vale para hacer cumplir dicha obligación, y la finalidad de las penas que se aplican al contribuyente, sin perder de vista el carácter peculiar del tributo: el ser una realidad a la vez necesaria y odiosa.

II. Criminalización de la infracción tributaria: argumentos a favor y en contra

Es importante, antes de sumergirse propiamente en la teoría de la pena tributaria, tener en cuenta que la doctrina no es pacífica respecto de si la infracción tributaria debe o no ser criminalizada. Esto no resulta una cuestión menor, sino que es de sumo interés para nuestro estudio: la faz penal del derecho tributario, dentro del contexto de resistencia generalizada que siempre ha existido al hecho de tener que pagar un impuesto, probablemente sea la encargada de velar por el cumplimiento de la norma. Cuesta creer como posible un escenario donde el contribuyente pague por convicción y no por coacción.

Anticipo mi postura al respecto diciendo que me pronuncio a favor de la criminalización tributaria en razón de que el impuesto es necesario tanto para el sustento del estado como para la satisfacción del bien común, Esto, claro está, siempre y cuando dicha criminalización sea resultante de una ofensa relevante al bien jurídico protegido, atendiendo a que el debe ser invocado como ultima ratio, y se apliquen los procedimientos propios de un estado de derecho y no de prepotencia administrativa.

Dentro de los variados argumentos que fundamentan la procedencia de  criminalizar la infracción de la norma tributaria, rescato tres que son probablemente los más difundidos: el primero sostiene que el delito fiscal constituye un atentado contra la soberanía fiscal del Estado, y por esa razón la protección de la norma violada configura un interés específico; el segundo, que dicho delito determina siempre un daño o un peligro para el Estado; finalmente, que el ilícito tributario no constituye tanto una manifestación de la peligrosidad fiscal del agente, sino una manifestación de su peligrosidad social.

Este último argumento es el que más interesante me resulta y al que quiero dedicarle mayor atención: el derecho tributario no pena un no-hacer, sino un hacer concreto, que consiste en engañar, disfrazar, alterar una realidad. En resumidas cuentas, lo que se pena es la defraudación, no el incumplimiento del pago de un impuesto determinado. Ateniéndome al planteo introductorio arriba realizado, si vamos de lo particular a lo general, la conducta engañosa individual se presenta con anterioridad a la injuria que puede padecer el Estado en su soberanía por el hecho del fraude impositivo. Es por ello que considero que la conducta –valiosa o disvaliosa, de acato o de desacato– precede a la injuria, que es una consecuencia. Desde esta perspectiva, ese engaño concreto no afectaría de manera directa a la soberanía estatal, sino que hasta llegar a afectarla, transita un camino escalonado en el que se advierte una irradiación en la sociedad del perjuicio ético que la conducta acarrea.

Existen otras circunstancias que facilitan la oportunidad del delito fiscal. Como advierte Díaz, “[l]a suavidad o inoperancia de los controles administrativos; la conciencia social y sus valores morales conforman, entre otros, un cuerpo de […] variables para comprender la razón por la cual el sujeto comete conductas disvaliosas en el campo tributario”[1]. Precisamente, es en el instituto de la autodeterminación del impuesto donde el individuo encuentra la holgura para poner a prueba su rectitud o la falta de ella: el organismo recaudador actúa a posteriori en caso de una probada elusión del fisco, determinando de oficio el monto a pagar. Por ende, esto confirma la tesis arriba mencionada acerca de la mayor peligrosidad social de quien teniendo la libertad de autodeterminarse el impuesto elige disfrazar la realidad de modo tal de salir favorecido, gozando además del beneficio de que el aparato fiscalizador, por razones operacionales obvias, no puede ser omnipresente.

Son iluminadoras, en este sentido, las palabras del profesor Andrea Amatucci, en el relato general de la delegación de Italia, donde explica con énfasis que si bien es natural la tendencia del hombre a ocultar y perseverar en la riqueza cierta, en la comparación también del ejercicio de la potestad tributaria, el convencimiento por parte del sujeto privado de la sana gestión del gasto público en pos del interés colectivo, juega un rol fundamental para desalentar las conductas criminosas. El pago del tributo es, en última instancia, un acto de confianza: ninguna ley sería lo suficientemente fuerte como para obligarnos a pagar si la otra cara del impuesto no fuera, en efecto, la manutención del Estado y la reinversión de los fondos con miras al bien común. Si se tiene en cuenta eso, con independencia de la correcta o incorrecta administración de los fondos, el contribuyente pagará por una coacción propia que es la del propio dictado de su conciencia social, la cual claramente antecede a la coacción penal-estatal.

Existe, empero, un sector de la doctrina que esgrime argumentos contrarios a la criminalización y que merecen ser analizados. Este sector niega el carácter penal de las infracciones fiscales, aduciendo que el derecho penal está reservado a actos más graves que los tributarios y, por tanto, la lucha contra la delincuencia económica debe ser llevada a cabo por la legislación civil y administrativa. Y hace especial hincapié en la cuestión de que “[n]o existe una conciencia fiscal que sirva para evitar el delito”[2]. Según esta interpretación, al estar tan generalizada la evasión fiscal, es absurdo sancionarla penalmente, ni siquiera para una minoría.

Finalmente, quienes sostienen la no criminalización, afirman que, en verdad, criminalizar los ilícitos no pone de manifiesto la existencia de una conciencia social poco tendiente al pago de impuestos, sino la verdadera ineficacia de los organismos de recaudación, y tal situación no puede ser remediada por el derecho penal. Por lo tanto, hasta no reparar los errores legislativos en materia tributaria y no mejorar el rendimiento del aparato recaudador, la evasión fiscal seguirá siendo una realidad más allá de la amenaza de la pena.

III. Norma tributaria y desobediencia civil

Resulta trascendente la pregunta acerca de si la norma tributaria puede y debe ser acatada en todo momento y bajo toda circunstancia. En un primer momento, el Estado es el gran favorecido tanto en lo que hace a la mecánica de fiscalización del contribuyente como en el peso de la ley tributaria misma –y otras cuestiones vinculadas, como el principio solve et repete–, estando el foco puesto en la satisfacción del impuesto antes que la discusión sobre su viabilidad o su carácter de justo.

Sin embargo, numerosos autores han abordado la cuestión de la desobediencia civil en el marco penal-tributario por la importancia iusfilosófica que el tema suscita. Se entiende por desobediencia civil la violación franca y expresa de una norma establecida en actitud de protesta frente a su existencia. La norma es reconocida por quien la desobedece, pero niega su legitimidad. La desobediencia importa la demostración, más o menos manifiesta, de que la norma transgredida no debería existir, de que es injusta, etc. De no existir esta demostración, es difícil poder alegar con posterioridad que la violación a la norma fue por un acto de desobediencia a una ley considerada injusta.

En primer término hay que distinguir dos situaciones: no se debe confundir la desobediencia a la ley penal con la desobediencia al deber general de pagar impuestos. En palabras de Orce: “Quien manifiesta públicamente que no puede exigírsele el pago de impuestos no comete el delito del art. 1°, LPT. En primer lugar, es imaginable que tal desobediente cumpla con todos sus deberes de información al Fisco y omita sólo el pago; […] este es un caso claro de atipicidad, ya que lo prohibido penalmente no es no pagar (evadir), sino defraudar. Pero además, en segundo lugar, en el caso hipotético del desobediente insincero, que además de sus actos de protesta públicos realiza maniobras defraudatorias, está más expuesto a ser detectado por el fisco. […] Sin dudas, la manifestación pública del desobediente aumenta los deberes de autoprotección del Fisco respecto de éste. […] Quien sabe que realiza operaciones comerciales con alguien que considera que la lealtad y la buena fe en el comercio no son valores, sino que más bien cada uno debe arreglárselas como pueda, debe extremar sus precauciones. Del mismo modo debe proceder el Fisco cuando revisa las cuentas de quien sostiene públicamente que el cobro de impuestos es algo inmoral”[3].

En segundo lugar, cabe preguntarse por el valor justificatorio de la desobediencia civil. Difícilmente la desobediencia puede ser exculpante en el ámbito del artículo 1°, LPT, ni de otra norma de carácter estrictamente penal del derecho penal tributario. El siguiente ejemplo ilustra el porqué: considerarse persona y pretender al mismo tiempo no pagar impuestos es una ilusión. Sostener que el pago de impuestos lesiona a la persona es no tener en cuenta que sin impuestos –y por ende sin Estado– no se dan las condiciones básicas que lo constituyen como persona, es decir, en algo más que un sujeto con libertades naturales y sin derecho alguno que lo proteja de los otros sujetos que ejercen las propias. Es por ello que la desobediencia civil en materia impositiva raramente pueda ser tolerada o aceptada como causa de disculpa.

A su vez, “la desobediencia del deber puro y simple de pagar impuestos tiene como única sanción la ejecución fiscal y, en todo caso, multas de carácter administrativo y no penal. Y no hay teoría de la desobediencia civil que justifique, por un conflicto de conciencia del deudor, que el acreedor no pueda cobrar lo que le corresponde según las reglas objetivas. El deudor puede, desde el punto de vista subjetivo sentir que el pago es contrario a su persona, pero, en derecho civil, eso nunca hace desaparecer la obligación”[4].

Por lo tanto, quien no esté de acuerdo con el deber de no realizar una estafa tributaria o de no hacer una retención ilegítima deberá aceptar que el choque entre las disposiciones estatales y sus convicciones se resuelva contrariamente a sus intereses, cargando con los costos de su propia convicción.

IV. Los fines de la pena tributaria. Reflexiones finales

Ante la aplicación de una pena como consecuencia de la comisión de un ilícito, cabe preguntarse cuál es el fundamento para dicha aplicación. El problema de los fundamentos y los fines de la pena no consiste en saber en base a qué facultad el Estado aplica tal pena, sino en saber por qué se aplica una pena y para qué se lo hace.

Una primera consideración acerca del tema debe referirse a que el ilícito fiscal se sitúa en un plano diferente al del ilícito común, de manera que no son aplicables a su respecto los principios generales del Código Penal. Como acertadamente señala Giuliani Fonrouge, “en cuestiones fiscales […] el Código Penal es aplicable tan sólo cuando la ley fiscal remita a él […]. Fuera de tales supuestos, es inadmisible la aplicación de las disposiciones del Código Penal a las infracciones tributarias”[5]. Resulta relevante, pues, poner de manifiesto esta diferencia para entender que el corpus normativo que regula la materia tributaria recoge un espíritu distinto al de la legislación penal ordinaria, en especial en lo que a la concepción de las penas respecta.

Para entender la pena en materia tributaria, primero hay que comprender la estructura de la norma tributaria. Resultan esclarecedoras, en este sentido, las palabras del jesuita Francisco Suárez, quien sostiene que en los casos en que la ley impositiva contiene una cláusula penal, dicha pena es accesoria, pues su no existencia no anularía la obligación que la ley manda de no existir la sanción.

Y distingue, además, las funciones propias del mandato propio de la norma y las de la sanción, que no son iguales: el tributo debe ser una fuente de ingreso para el Estado, de manera tal que este se haga de los recursos necesarios para su sostenimiento; por otro lado, la sanción tiene por objeto el forzar el cumplimiento de la obligación tributaria. La norma tributaria, entonces, no es de carácter exclusivamente penal, sino que siempre obliga por sí misma con independencia de la pena que pueda conllevar.

Si analizamos la interrelación existente entre la obligación y la sanción, veremos que existe entre ellas una retroalimentación necesaria. Esto es así debido a la necesidad de la satisfacción del tributo: la norma tributaria no habilita al contribuyente a una opción entre su cumplimiento o el padecimiento de la pena que dicha norma acarrea; esta mecánica tornaría a la norma ineficaz, dado que si la opción del contribuyente es incumplir, de nada serviría la imposición de una pena mientras en los hechos subsiste un débito. Este línea de razonamiento es intrínseca a la norma, y en ella se advierte, pues, la intención del legislador de priorizar la satisfacción de la deuda por sobre la imposición de una pena.

En nuestro país, el sopesamiento entre pena y satisfacción varía según la política fiscal del momento. Hoy por hoy, nos encontramos frente a un escenario de alta presión fiscal que va en incremento. En tales circunstancias, la recaudación adquiere una importancia crucial y esto se ve reflejado en las propias estadísticas del organismo recaudador: resulta insignificante el número de condenas penales por ilícitos tributarios, mientras que se evidencia finalmente, de manera contrapuesta y en una magnitud considerable, la satisfacción de lo que el Fisco reclama. Esta lógica está articulada de manera tripartita, ya que tanto las normas, como la administración pública, como la propia justicia parecen, de un buen tiempo a esta parte, suscribir al mismo criterio: la principal finalidad de la pena tributaria es recaudar, y no meramente sancionar.

Ahora bien, la recaudación por la recaudación en sí resulta un fin vacío, ya que presenta un doble problema: primero, la ligereza, por parte del Estado, a la hora de generar la debida seguridad jurídica frente al desobedecimiento de la ley, minimizando el valor ofensivo de la conducta si esta se tiene por reparada materialmente –es decir, si la satisfacción de la deuda ocurre–; segundo, por la profundidad propia de la materia tributaria, que es materia de justicia, y está altamente impregnada de conciencia social, lo que nos lleva también a analizar el incumplimiento de la norma desde una perspectiva moral.

Ante esta situación, queda la duda acerca de si el elemento coactivo de la norma tributaria toma una dimensión más trascendente que en la del sistema de Suárez donde, como ya hemos visto, tal coacción es de carácter accesorio pues la norma obliga en conciencia de por sí. Atendiendo a que bajo una determinada política fiscal la recaudación sea el fin primordial, la coacción puede pasar de ser una herramienta complementaria para el cumplimiento de la norma, a ser un elemento primordial de esta, colocándose en la práctica al deber moral de pagar tributos por debajo de las cuentas del Estado.

Personalmente considero que este camino es equivocado, pues la conciencia tributaria precede al pago, y esta no puede ser lograda a fuerza de coacción. Una política tributaria en la que se persiga al contribuyente por el solo hecho de recaudar. La pena tributaria, reflejo material y consecuencia siguiente de la coactividad de la norma, debiera tener un fin de concientización social sobre el tributo de manera sana y proporcional. De otro modo, se estaría generando un mayor rechazo a una realidad que por sí misma ya lo genera, no obstante el fin positivo del tributo, pues a nadie contenta que un tercero –en este caso el Estado– le quite su producido.

En este sentido, sería igualmente erróneo concebir a la pena tributaria con fines meramente retributivos. La legislación, en un ámbito tan sensible como el planteado, debe ser un balanceado sistema en el que se den por satisfechos tanto el Estado como el contribuyente, debe generar en el ciudadano una sincera conciencia del tributo. Si consideramos a este último como mero deudor de una obligación, y no también como el destinatario de los impuestos en cuestión, caeremos ineludiblemente en un modelo de sociedad peligrosamente incoherente, donde las abultadas arcas del tesoro nacional no podrán revertir el sentir odioso de la masa de aportantes hacia el impuesto.


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Bibliografía citada:

Giuliani Fonrouge, Carlos María, Derecho Financiero, 9° ed. 2° reimp., La Ley, Buenos Aires, 2010, t. II.

Orce, Guillermo – Trovato, Gustavo Fabián, Delitos Tributarios. Estudio analítico del régimen penal de la ley 24.769, Abeledo Perrot, Buenos Aires, 2010.

Díaz, Vicente Oscar, Criminalización de las infracciones tributarias, Depalma, Buenos Aires, 1999.

Bibliografía complementaria:

Fontán Balestra, Carlos, Tratado de Derecho Penal, 2° ed. 4° reimp., Abeledo Perrot, Buenos Aires, 1995, t. III.

Giuliani Fonrouge, Carlos María, Derecho Financiero, 9° ed. 2° reimp., La Ley, Buenos Aires, 2010, t. I.

Righi, Esteban, Teoría de la pena, Hammurabi, Buenos Aires, 2001.

Soler, Sebastián, Derecho Penal Argentino, 4° ed. 10° reimp., Tipográfica Editora Argentina, Buenos Aires, 2000, t. II.

Tenca, Adrián Marcelo, Causas del delito y teoría de la pena, Ábaco, Buenos Aires, 1997.


[1] Díaz, Vicente Oscar, Criminalización de las infracciones tributarias, Depalma, Buenos Aires, 1999, p. 78.

[2] Díaz, Vicente Oscar, Op.Cit., p. 86.

[3] Orce, Guillermo – Trovato, Gustavo Fabián, Delitos Tributarios. Estudio analítico del régimen penal de la ley 24.769, Abeledo Perrot, Buenos Aires, 2010, p.71.

[4] Orce, Guillermo – Trovato, Gustavo Fabián, Op. Cit., p. 72.

[5] Giuliani Fonrouge, Carlos María, Derecho Financiero, 9° ed. 2° reimp., La Ley, Buenos Aires, 2010, t. II, p. 582.