Los límites de la autonomía de la voluntad en la sociedad por acciones simplificada

Por Diego Coste (a) y José Botteri (h) (AA). Publicado el 7 de marzo de 2019 en La Ley 2019 A pág. 969 y Revista Enfoques abril 2019 pág. 82.

Sumario: 1. Introducción. 2. Autonomía de la voluntad. 2.1. El debate de la autonomía privada en la SAS.  2.2. El ser humano no es tan racional como parece. 3. Los límites a la autonomía de la voluntad: normas imperativas, indisponibles y de orden público. 4. Los límites en concreti: la inlfuencia del Código Civil y Comercial de la Nación en las SAS. 4.1. Incidencia de la buena fe en la SAS. 4.2. Incidencia del abuso del derecho en la SAS. 4.3. Aproximación a la racionalidad en el derecho societario. 5. Conclusiones.

1. Introducción

Según un sector importante de la doctrina, la ley 27.349 otorgaría un amplio margen de autonomía privada a los accionistas de la Sociedad por Acciones Simplificada (SAS), quienes podrían dejar sin efecto las normas imperativas de la ley 19.550, mediante el sencillo trámite de pactar lo contrario en un contrato. Se habla, incluso, de un cambio de paradigma con efectos disruptivos en el derecho societario (1).

No coincidimos con esa idea, porque la incidencia del Código Civil y Comercial de la Nación (Cód. Civ. y Com.) en la SAS podría provocar que la amplia libertad contractual pretendida para esa clase de sociedad termine siendo más reducida que la que concede la ley 19.550.

Esto es así porque la ley 26.994, que sancionó el Cód. Civ. y Com. y modificó todo un conjunto de leyes, elevó a la categoría de principios generales para el ejercicio de los derechos a la buena fe (art. 9º) y al abuso del derecho (arts. 10 a 14). Esto significa en términos prácticos que la negociación, celebración, interpretación, ejecución y conclusión de contratos, entre otros ejemplos, quedan sujetos inexorablemente a los principios citados sin necesidad de otras normas específicas (2).

Si el legislador hubiera pretendido un máximo grado de seguridad jurídica en la SAS a través del ejercicio de la autonomía privada, debería haberlo previsto de manera expresa. El modo no sería otro que declarar en la ley 27.349 que la voluntad de las partes es la fuente principal generadora de derechos y obligaciones en ese tipo societario, al que solo se le aplicarían las normas imperativas de esa misma ley especial, no pudiendo los contratos de SAS ser modificados ni invalidados por otra vía distinta a los mecanismos establecidos por las partes.

Si se sigue la idea de permitir que los accionistas de la SAS puedan dejar de lado las normas imperativas de la ley 19.550 —según lo entiende la mayoría de la doctrina— se allana el camino para la aplicación irrestricta de las normas imperativas del Cód. Civ. y Com. a los contratos de SAS. Esto es así porque el art. 150 del Cód. Civ. y Com. establece el siguiente orden de prelación para las personas jurídicas privadas: 1) las normas imperativas de la ley especial; 2) las normas imperativas del Cód. Civ. y Com.; 3) las cláusulas del contrato; 4) las cláusulas del reglamento; 5) las normas supletorias de la ley especial; y 6) las normas supletorias del Cód. Civ. y Com.

Siguiendo ese orden de prelación para la SAS, concretamente, deben considerarse en primer lugar las normas imperativas de la ley especial 27.349, como así también —por expresa remisión del art. 33 de dicha ley— los arts. 94 a 112 y 157 de la LGS. En segundo término, las normas imperativas de la ley general (Cód. Civ. y Com.), entre las cuales podemos citar los arts. 9º, 10, 12, 958, 960, 962, 991, 1011, 1012, 1013, 1061 y 1067. Recién en tercer lugar ingresa la autonomía privada a través de las cláusulas pactadas en el instrumento constitutivo y en el reglamento, en ese orden. Luego serán de aplicación las normas supletorias de la ley 27.349 y las restantes normas de la LGS —que respecto de la SAS son consideradas mayoritariamente como supletorias—. Por último, las normas supletorias del Cód. Civ. y Com.

El escenario descripto es un poco decepcionante para quienes buscaban la seguridad jurídica a través de la autonomía privada. El riesgo de excluir las normas imperativas de la LGS por un sistema de autonomía privada total en la SAS expone a este nuevo tipo societario a las vicisitudes y a los imponderables que pueden derivarse de la aplicación del Título Preliminar y de ciertas normas específicas del Cód. Civ. y Com.

Esto no quiere decir que deba considerarse como óptimo el actual esquema intervencionista de la LGS, sino que la sanción de la ley 27.349 ofrece una oportunidad y un desafío: ampliar la libertad en la estructura jurídica de los negocios, sin caer en los abusos que a mediano plazo podrían retraer el sistema hacia el extremo contrario, o hacia su derogación.

En función de estas reflexiones preliminares, planteamos dos objetivos para este trabajo: exhibir la dimensión actual de la autonomía privada en el ámbito de la SAS y los problemas que han sido parcialmente soslayados en los debates producidos hasta el momento, tal vez por el entusiasmo en tratar los aspectos más visibles de la novedad; y replantear aspectos tradicionales del derecho societario que deben ser modernizados para abordar con realismo, y tal vez con éxito, la aparición de la SAS y su potencialidad como tipo societario que canalice las actividades más prometedoras de un futuro económico que debería ser cercano.

Para cumplir con el primer objetivo someteremos a análisis la autonomía de la voluntad, su evolución y sus límites, debiendo precisar brevemente ciertas nociones acerca de las normas imperativas, indisponibles y de orden público. Haremos foco en la ideología subyacente a cada postura y, sobre todo, a los nuevos estudios generados por los economistas conductuales (varios de ellos laureados con el Premio Nobel de Economía) para acercarnos, desde la ciencia, a la capacidad real de los seres humanos para definir qué es lo que quieren y cómo lograrlo (3).

A fin de cumplir con la segunda meta, trataremos la incidencia del Cód. Civ. y Com. en la SAS a través de sus principios y normas generales: buena fe, abuso del derecho, moral y buenas costumbres, dotando de sentido y alcance a cada uno de esos términos en nuestro caso particular y los riesgos de su imprecisión.

2. Autonomía de la voluntad

La autonomía de la voluntad, o autonomía privada, es una de las tantas manifestaciones de la libertad (4). De Castro y Bravo sostuvo que «la esfera de libertad de las personas» es la que le concede el fundamento a su autonomía para ejercer derechos y conformar las diversas relaciones jurídicas que les atañen (5). La libertad es un derecho natural del ser humano y ha sido objeto de una larga evolución. Su variante de autonomía privada o autonomía de la voluntad es considerada de orden público por resultar inherente al libre desarrollo de la personalidad, según se desprende de los arts. 14 y 19 de la CN (6).

En el ámbito contractual, consiste en la libertad que tiene una persona para: (a) decidir si quiere contratar; (b) decidir con quién contratar; y (c) fijar el contenido del contrato (7).

Según autorizada doctrina, presenta dos visiones: la liberal-individualista y la social-humanista (8). Por nuestra parte agregamos una tercera versión, la neoliberal (usando ese término sin tintes políticos), que es la que mayor injerencia tiene en el debate sobre la autonomía privada en la SAS.

La concepción liberal-individualista tiene su origen filosófico en las ideas de la Ilustración y así fue recibida en el Código Civil francés de 1804. Podría resumirse del siguiente modo: los contratantes son libres e iguales, motivo por el cual no puede dudarse de la justicia de lo acordado; el contrato es, como consecuencia, impermeable a la intervención del juez al tiempo de su ejecución. Rechaza toda reducción de la libertad individual, provenga de donde sea, y solo acepta una sociedad constituida por individuos organizados sobre un fundamento voluntario, es decir, contractual. La consecuencia consiste en que el vínculo contractual se encuentra sustentado en la irrevocabilidad y en la inmutabilidad. Se consagraba la preeminencia del valor seguridad por sobre el de la justicia contractual. Y esa seguridad estaba dada por el principio de la inmutabilidad de la palabra empeñada (9).

La concepción social-humanista canaliza todos los reclamos sociales producidos a raíz del ejercicio de una libertad sin límites, a partir de la Revolución inglesa de 1682/1689, la estadounidense de 1776 y la francesa de 1789, que sustituyeron el sistema feudal, clerical y monárquico por el capitalismo, la ciencia y la democracia republicana o parlamentaria, generando un nuevo orden mundial que dio lugar a otra clase de abusos por quienes se transformaron en los custodios del poder real. La recepción de esta segunda versión de la autonomía de la voluntad en el derecho argentino se produjo con la reforma constitucional del año 1949 y la ley 17.711, que modificó de manera sustancial el Código Civil de Vélez Sarsfield, de espíritu netamente liberal, como correspondía a los ideales de su época, cuando aún no se habían advertido en niveles suficientes los nuevos riesgos del régimen liberal-individualista.

A partir de la década de 1970, y con mayor intensidad al caer el muro de Berlín en 1989, se cuestionó una vez más la intervención del Estado en la esfera individual, predicándose la necesidad de respetar la libertad de contratar de las personas en virtud de, fundamentalmente, dos argumentos: (i) la racionalidad de los agentes; y (ii) la seguridad del tráfico jurídico (10). Esta última versión es la que constituye la base filosófica del denominado neoliberalismo, sobre la cual se asienta la doctrina nacional que reclama el máximo nivel de autonomía de la voluntad en el ámbito de la SAS. Es por ello que dedicaremos un estudio especial a este asunto, exhibiendo los argumentos a favor y en contra de los presupuestos de esa versión de la autonomía privada y su potencial efecto en nuestro país, hoy en día.

2.1. El debate de la autonomía privada en la SAS

Los autores de la doctrina nacional que se han referido al tema pueden agruparse, con matices entre sí, en cuatro sectores:

a. Los que niegan la posibilidad de disponer de las normas imperativas de la ley 19.550 por vía estatutaria (11)

b. Quienes afirman que las normas imperativas de la ley 19.550 son descartables por los socios de la SAS, con la única excepción de aquellas que regulan la responsabilidad de los administradores, la disolución y la liquidación de la sociedad. Esto último, porque así lo exigen expresamente normas imperativas de la ley 27.349 (12).

c. Aquellos que resaltan las ventajas o desventajas de la mayor libertad contractual, pero que no se expiden categóricamente sobre el tema (13).

d. Y Julia Villanueva, quien asumió una postura ecléctica: la SAS es una sociedad y por tal motivo se le aplica el art. 1º de la LGS (14). Además, regirían de manera obligatoria los arts. 13, 55, 67, 68, 69, 239, 241, 248, 271 y 272 de esa misma ley (15). En cambio, serían disponibles por los socios todos los demás derechos, como por ejemplo el de receso, el de suscripción preferente y de acrecer, el de impugnar decisiones sociales, todo lo relativo a organización, competencias, quórum y mayorías de órganos societarios, etcétera.

Ya hemos visto en el apartado anterior que se trata de un asunto delicado, donde está en juego la intromisión del Estado en el ejercicio de las libertades económicas y sus efectos en el mundo real. Por citar solo algunos ejemplos, ingresa en discusión: (i) la posibilidad de cancelar por vía contractual los derechos de información, de receso, de suscripción preferente, de acrecer, de aprobar e impugnar estados contables, de impugnar decisiones sociales; (ii) que decisiones de gran relevancia, como por ejemplo la transformación, fusión, escisión y aumentos de capital, puedan quedar a cargo de uno o un grupo de socios o funcionarios sociales; (iii) que los resultados de la sociedad puedan ser atribuidos en su totalidad a uno o algunos socios; y (iv) la posibilidad de excluir a socios sin necesidad de invocar justa causa y a un precio inferior al de mercado; entre otros.

El problema gira en torno al análisis de la conveniencia, o no, de dar primacía a la autonomía de la voluntad por sobre las normas imperativas de la LGS, con distintos grados de intensidad dentro de todo ese rango de posibilidades.

A partir de la Exposición de Motivos de la ley 27.349, de los artículos publicados hasta el momento y de los debates desarrollados en las esclarecedoras II Jornadas Nacionales sobre SAS celebradas durante los días 25 y 26 de octubre en la Universidad Nacional de Cuyo, se advierte que la defensa casi irrestricta de la autonomía privada se funda en una extraordinaria confianza sobre las capacidades de los individuos y en una férrea convicción acerca de la conveniencia de dejar que cada individuo maneje sus propios asuntos como mejor le parezca, bajo el riesgo, incluso, de equivocarse.

La ley 27.349 se sostiene, entonces, en la teoría económica estándar o clásica, que establece que es posible predecir la conducta de los seres humanos y, a partir de allí, diseñar soluciones para una mejora en la convivencia social, confiando en que siempre se comportan impulsados por los siguientes principios: (a) principio del comportamiento adaptable: los agentes siempre actúan de manera apropiada según la situación en la que se encuentran; (b) principio de racionalidad instrumental: los agentes siempre adoptan los medios que produzcan con mayor probabilidad los resultados deseados; (c) principio de racionalidad económica: los agentes siempre actúan para maximizar sus utilidades esperadas; (d) principio del menor esfuerzo: los agentes siempre escogen el medio menos caro para alcanzar sus metas; y (e) principio de la racionalidad subjetiva: los agentes siempre actúan según sus creencias acerca de la situación en la que se encuentran, así como según sus creencias acerca de los medios más adecuados y las posibles consecuencias que puedan tener sus acciones para ellos mismos y para los demás, y apuntan a las consecuencias que juzgan mejores.

A esos principios corresponde agregar postulados de la microeconomía clásica, que suelen combinarse entre sí: (f) postulado de la libertad:todos los agentes económicos tienen la libertad para elegir y actuar, y el mercado es libre, es decir, perfectamente competitivo o cerca de serlo; (g) principio de la mano invisible: el comportamiento maximizador de cada individuo resulta en la autorregulación de la economía, la utilidad máxima de todo el mundo y la armonía social; y (h) principio del conocimiento perfecto: cualquier agente puede conseguir todo el conocimiento fáctico necesario para tomar decisiones óptimas, vale decir, para implementar su racionalidad económica (16).

Asumir que los seres humanos actúan sobre la base de esos principios provocó que los economistas, con fines pedagógicos, crearan un ser ficticio: el homo economicus, a quien le atribuyeron racionalidad absoluta en la toma de decisiones. Pero, no obstante la aceptación inicial de todas estas ideas, durante las últimas décadas esta teoría sufrió críticas demoledoras que dejaron en evidencia su ineptitud como instrumento predictivo para articular políticas de control y mejora social. Se demostró, mediante el empleo del método científico, que la gran mayoría de las personas no sabe qué es lo que quiere. Si sabe lo que quiere, no sabe cómo lograrlo. Y si lo sabe, carece de los medios para hacerlo (17) .

En este caso específico, la ley 27.349 ofrece una aplicación concreta de la teoría económica estándar (o clásica), propia del análisis económico del derecho «a secas», que considera al ser humano como un homo economicus que siempre maximiza su utilidad, dentro de un conjunto estable de preferencias, contando para ello con un nivel óptimo de información (18).

La ley 27.349 exhibe como novedad una teoría añeja y que en los últimos años fue refutada de manera elocuente por la economía conductista (behavioral economics). Un dato de ello es el orden cronológico en el que otorgaron los Premios Nobel de Economía (19): Friedman (1978), Miller (1990), Coase (1991), Becker (1992), por el lado de la doctrina económica estándar; y luego Kahneman (2002), Tirole (2014) y Thaler (2017), por el lado de la doctrina conductista, que cuestiona a la primera. En el medio hay otros premios Nobel que pueden ser vinculados más con la economía conductista que con la clásica, como Arrow (1976) y Simon (1978), aunque en el caso de Arrow fue otorgado por sus múltiples aportes a la economía y, en cuanto a Simon, su obra no tuvo gran influencia porque el mundo académico no estaba preparado para lidiar con doctrinas heréticas (20).

Veamos qué ha aportado la economía conductista al estudio de la racionalidad de los accionistas de la SAS.

2.2. El ser humano no es tan racional como parece

La frase que se oye con mayor frecuencia en los Congresos y Jornadas sobre SAS, como así también en algunos de los pocos artículos escritos sobre el tema específico, es la siguiente: «los socios son los que mejor saben lo que quieren y cómo lograrlo». A partir de ahí, cualquier norma que limite la autonomía de la voluntad se reputa de ineficiente e indeseada.

La filiación de esa tesis con la teoría económica clásica es muy clara. Basta con leer a sus autores más representativos en el ámbito del derecho (análisis económico del derecho «a secas») para advertir que han sido citados de manera casi textual. Posner dijo respecto del ser humano que «es un maximizador racional de sus propósitos» (21), y Bernstein afirmó que «el individuo sabe lo que quiere y elige los medios para lograr sus objetivos» (22).

Esta doctrina, que ha sufrido duros —y aún no revertidos— embates durante los últimos años, es la que rige desde hace décadas en la legislación más característica del derecho corporativo estadounidense, la del Estado de Delaware. Dicha legislación tiene sus fundamentos en diversos postulados neoclásicos, como el teorema de Coase (23), los costos de agencia (24) y los trabajos sobre deber fiduciario de los administradores y prevenciones contra la adquisición hostil de acciones de sociedades cotizantes (25).

La explicación de todas esas ideas podría presentarse del siguiente modo: las externalidades negativas (costos no previstos) se producen cuando no existen derechos de propiedad claramente asignados. Si esos derechos de propiedad fuesen definidos con exactitud, es decir, si cada persona sabe lo que le corresponde a ella misma y a los demás, y el Estado evitase, luego, toda otra interferencia, de manera tal que los costos de transacción fuesen cero o insignificantes, los individuos negociarían de manera privada la asignación de esos derechos de una manera óptima. Es decir, sabiendo qué cosa le corresponde a cada uno, en ausencia de costos de transacción, las personas realizarían operaciones libremente de una forma muy eficiente, fluyendo cada activo hacia el patrimonio de la persona que le otorga mayor valor y beneficiándose, de ese modo, la sociedad en general. Esto se relaciona, naturalmente, con los costos de agencia, que son aquellos provocados por los conflictos de intereses entre accionistas, acreedores y administradores de una sociedad, quienes deben invertir tiempo y dinero solo para proteger sus derechos cuando se relacionan entre sí.

Y, por último, nos encontramos con una doctrina sobre personificación jurídica que guarda coherencia con el resto de los postulados que hemos mencionado: la idea de corporación concebida como un nexo de contratos (26) . Los accionistas, según esta doctrina, no serían los dueños del capital, a quienes los administradores deben fidelidad solo por tener ese estatus, sino que serían una especie más de contribuyentes con quien la sociedad se relaciona por vía contractual, al igual que se relaciona con los empleados, los clientes y demás componentes del sistema total. Las obligaciones de los administradores surgen de los términos contractuales negociados con los accionistas y no de otras fuentes. La ley no debería establecer deberes fiduciarios a quienes son parte de un contrato de sociedad, porque cada parte pudo o debió conocer lo que quería, asumiéndose que tuvo el poder y la oportunidad de negociar adecuadamente las condiciones del negocio para proteger sus intereses al momento de crear o de ingresar a la sociedad de la que forma parte.

Una clásica aplicación de esta teoría es la business judgement rule, cuyo análisis excede este trabajo; remitimos a nuestro estudio previo sobre este tema. Esta teoría afirma que los accionistas minoritarios de una corporation no merecen una protección especial por el solo hecho de serlo (27). Como supuestamente tienen a su alcance toda una serie de alternativas para defender sus intereses económicos antes de ingresar en una sociedad, si no lo hicieron oportunamente no pueden exigir a legisladores y jueces que suplan esa torpeza (28).

La esencia de esta normativa es coherente con el famoso fallo del juez Ralph Winter, en el leading case «Joy vs. North», quien sostuvo que nadie obliga a un inversor a comprar acciones de una corporación determinada. Existen numerosas posibilidades de inversión menos riesgosas y debe asumirse que el inversor se informó adecuadamente acerca de la calidad del management. Por ese motivo, un obrar negligente de los administradores forma parte de ese riesgo que eligió libre y voluntariamente, y la ley no tiene por qué protegerlo de sus malas elecciones. La business judgement rule no es otra cosa que el reconocimiento legislativo de la elección voluntaria del riesgo por parte del inversor que se presume racional (29).

El problema de todo ese conjunto de teorías asépticas es su colisión contra los hechos, contra el barro de la calle. Así, numerosos estudios de economía conductista demostraron, como ya adelantamos, que el ser humano no es tan racional como lo sostiene la teoría económica clásica. También tratamos este asunto en varios trabajos previos (30).

Entre los artículos de doctrina nacional recientes, encontramos un trabajo muy destacable de Messina y Sánchez Herrero, quienes, luego de tratar este asunto con solvencia, concluyen que las premisas de la ley 27.349 son falsas en cuanto a su punto de partida, porque los socios de la SAS carecen de la racionalidad del homo economicus y que, por tal motivo, la autonomía de la voluntad no podría excluir la aplicación de las normas imperativas de la ley 19.550 (31).

A diferencia de la teoría económica clásica, la behavioral economics pretende establecer las diferencias entre el agente totalmente racional (homo economicus) y el ser humano (homo sapiens). Dichas diferencias se pueden explicar, fundamentalmente, a través de tres conceptos: (a) racionalidad limitada; (b) voluntad limitada; y (c) utilidad limitada.

La racionalidad limitada es un concepto introducido por Herbert Simon, el Premio Nobel que ya hemos citado, quien sostuvo que la gente es racional pero dentro de sus limitaciones cognitivas. Como simple ejemplo, Tversky y Kahneman demostraron que la gente suele atribuir probabilidades de ocurrencia a eventos sobre la base de sus últimas experiencias, que nada tienen que ver con las estadísticas reales de ocurrencia de tales hechos. Por ejemplo, cuando se les pregunta qué posibilidades hay de que tengan un accidente de avión, y un familiar ha fallecido por ese motivo, las posibilidades que atribuyen a ese evento son muy superiores a las de la media, aun cuando las estadísticas sobre catástrofes aéreas sean bajas al respecto.

Los sesgos cognitivos no se agotan ahí. Entre ellos podemos citar los siguientes:

(a) La falacia de los costos hundidos: para un agente racional debería ser indiferente el costo de lo que ya invirtió en una determinada operación frente al costo que significa mantenerse en dicha operación. Es decir, si fuese más beneficioso salir de un negocio donde se invirtió dinero (aun no recuperando dicha inversión) que permanecer en él, lo racional en los términos de la teoría clásica sería que el agente se retire del negocio. Sin embargo, está repleto de ejemplos donde la gente se resiste a abandonar un negocio donde ya invirtió tiempo y dinero (costos hundidos), aun cuando ello sea más perjudicial que su salida. Un ejemplo más cercano a los profesionales del derecho puede ser el costo hundido de haber dedicado mucho esfuerzo y tiempo a una idea de defensa que luego se advierte como incorrecta.

(b) Las personas suelen tener mayor aversión al riesgo de las ganancias que al de las pérdidas.

(c) El exceso de confianza: somos propensos a sobreestimar lo que entendemos del mundo y a subestimar el papel del azar en los acontecimientos; en otras palabras, el riesgo personal frente a determinada situación es menor al del resto. Esto suele tener graves repercusiones, porque si bien un optimismo exagerado nos puede servir para imponernos en operaciones donde tenemos competencia, el error de cálculo nos expone a las consecuencias de las decisiones tomadas. Además, este exceso de optimismo puede ser detectado por los terceros, quienes estarán en buenas condiciones de manipular nuestra conducta en su beneficio y a expensas del nuestro.

(d) El efecto ancla, en virtud del cual solemos hacer estimaciones (precios, población, medidas, etc.) muy cercanas a los valores iniciales que surgieron en la formulación del problema o a partir de cálculos parciales, que son tomados como referencia aun cuando no se correspondan con una realidad contrastada. Los ejemplos experimentales son incontables, así que solo citaremos uno que fue realizado con personas en su ámbito real de actuación. Se conformaron dos grupos de agentes inmobiliarios para que tasen un inmueble. A ambos grupos se les dieron los folletos correspondientes, donde estaba contenida toda la información relevante del inmueble y el mercado, como así también una tasación de referencia. Pero en el folleto entregado a uno de los grupos la tasación de referencia era muy superior a la del mercado, mientras que en el del otro grupo era muy inferior. El efecto ancla fue del 41%, es decir, el valor de tasación promedio del primer grupo fue un 41% mayor al del segundo, y todos los participantes remarcaron que no habían tomado en cuenta, para nada, el valor de referencia del folleto (32).

(e) El efecto halo, es decir, la estética de las personas influye sobre nuestra toma de decisiones concernientes a temas vinculados con esas personas. Las personas más estéticas o mejor vestidas, por ejemplo, suelen producir un efecto seductor en sus interlocutores, quienes les asignan mejores atributos que los que poseen o, a la inversa, personas antiestéticas son prejuzgadas aun cuando sus ideas sean excelentes.

(f) La forma y el lenguaje en el que se formulan las opciones influyen en la elección.

(g) El efecto dotación, que consiste en que el precio máximo que estamos dispuestos a pagar por un bien o por un servicio es inferior al que estamos dispuestos a recibir por ese bien o servicio, si ya nos pertenece. Mediante los experimentos que demostraron el efecto dotación, fue falsado y rechazado el teorema de Coase, que fuera una de las bases teóricas del homo economicus y que forma parte de la regulación corporativa del Estado de Delaware (33). Se acreditó que, libre de cualquier injerencia de terceros (con lo cual los costos de transacción eran mínimos o inexistentes), los bienes no fueron asignados de la manera más eficiente posible; etcétera (34).

La voluntad limitada tiene que ver con la falta de confianza de la gente en la fuerza de voluntad en el futuro. Dicha limitación nos impulsa a tomar decisiones que en el futuro pueden estar en conflicto con nuestros intereses. Esto se vincula también con las elecciones intertemporales, donde divisamos nuestros placeres futuros en una escala reducida o, en otros términos, el placer que experimentamos de aquí a diez años nos interesa muy poco en comparación con el que podemos experimentar hoy (35).

Y la utilidad limitada fue demostrada a través del juego del ultimátum: las personas suelen rechazar ofertas que, según la teoría económica estándar, deberían ser aceptadas. El juego consiste en que a una parte le dan 10 unidades monetarias. Debe hacer una oferta a la otra parte. Dicha oferta puede consistir en entregar 1 o todas las unidades monetarias. Si la otra parte acepta la oferta, cada una se queda con la cantidad correspondiente. Si la otra parte la rechaza, ambas se quedan sin nada. Según la teoría económica estándar, la parte que recibe la oferta debería aceptarla sea cuál sea dicha oferta, porque siempre es más útil una unidad monetaria que ninguna. Sin embargo, con la excepción de tribus bastante aisladas, como los machiguenga del Perú, los respondedores suelen rechazar ofertas inferiores al 20% del total de las unidades monetarias (36).

Este sesgo permite inferir que, aun habiendo ejercido su derecho de negociar las cláusulas contractuales libremente, el accionista de una SAS que perciba injusticias en cuanto al reconocimiento de sus derechos tendrá incentivos cognitivos para ingresar en un conflicto societario, aun cuando ello le resulte inconveniente bajo la óptica de la teoría económica clásica o estándar.

En cuanto a la afirmación de la teoría económica clásica relativa a que los agentes económicos tienen información perfecta, su refutación no requiere demasiado esfuerzo: cualquier persona que ha tenido experiencia empresarial sabe que la condición normal para la toma de decisiones es un contexto de incertidumbres y que el acceso a la información más completa disponible es demasiado costoso o directamente prohibitivo y reservado para empresas que realmente tienen poder de mercado.

Es muy importante aclarar que cuando la doctrina societarista mayoritaria argentina aborda estos temas mencionando derecho norteamericano, se refiere al régimen societario en el Estado de Delaware, que está reservado al análisis, casi exclusivo, de las grandes corporaciones de capital abierto. Es por eso que no tiene ninguna relación con lo que sucede en nuestro país, donde más del 99% de las sociedades son cerradas.

La legislación de Delaware, al contrario de lo que se suele creer, ni siquiera es mayoritaria en Estados Unidos respecto de las sociedades cerradas (LLP y closely held corporations). En un trabajo previo, luego de involucrarnos en el estudio comparado de la legislación y jurisprudencia estadual norteamericana, caímos en la cuenta de que el Estado de Delaware, si bien lleva la vanguardia respecto de las grandes corporaciones, no tiene la misma influencia en el ámbito de las sociedades cerradas. La protección de los socios minoritarios para la mayoría de las sociedades cerradas en aquel país proviene de Estados como Nueva York, Massachusetts y Nueva Jersey, y se refleja en la Model Business Corporation Act (MBCA) (37). En esos Estados no se aplica la business judgement rule.

En los Estados Unidos existe una separación conceptual muy grande entre las corporations y el resto de las personas jurídicas privadas. Incluso su doctrina sobre personificación jurídica no es asimilable. Se trata de un país donde las grandes empresas son enormes y muchas. La normativa y las prácticas jurídicas del Estado de Delaware son comprensibles en sociedades de esa naturaleza y magnitud. No tiene sentido alguno, en cambio, aplicarlas respecto de las sociedades familiares o cerradas, donde las inversiones no son producto de haber elegido entre capitalizar la empresa familiar o comprar un bono a largo plazo.

No parece razonable, en consecuencia, justificar la autonomía de la voluntad en normas, precedentes o prácticas que ni siquiera son mayoritarias en el país donde se originaron y que no corresponden a la misma clase de sociedad.

Con relación al grado de racionalidad de los agentes estatales que emiten las regulaciones limitantes de la libertad de las personas, los mismos investigadores que hicieron volar por los aires la teoría económica estándar atribuyen similares sesgos cognitivos a los burócratas que a los individuos privados. En efecto, sostienen que las regulaciones del Estado basadas en presiones de los ciudadanos probablemente queden sujetas a las mismas desviaciones y problemas que motivaron la presión. Es decir, las percepciones irregulares acerca del riesgo de una determinada situación, por parte de los ciudadanos, pueden producir irregularidades en la regulación que no solo no resuelven nada, sino que pueden acentuar el problema.

Los burócratas, además, carecen de los incentivos para tomar decisiones de interés público. No hay ninguna razón para que los agentes del gobierno, al dictar las normas, no vayan a caer en el sobreoptimismo de su resultado. Y normalmente sus incentivos están vinculados con la evaluación que realicen sus superiores acerca de su desempeño, evaluación que será realizada en función de objetivos cada vez más abstractos y alejados de las necesidades concretas de los ciudadanos cuanto más alta sea la cadena jerárquica. La burocracia carece de compromiso personal en el resultado de sus propias regulaciones por las dificultades para atribuirles responsabilidades de tipo civil o penal (38).

Nassim N. Taleb, una de las pocas personas que pudieron prever la crisis financiera del 2007-2008, en una reciente obra atribuye los denominados «cisnes negros» a la asimetría de información entre quienes conocen el mundo real y las personas que lo pretenden regular. Esa asimetría se produce porque quienes emiten las regulaciones carecen de skin in the game, es decir, no están comprometidos personalmente, sea con su patrimonio o su cuerpo, con las consecuencias de las normas que dictan. Si tuvieran ese compromiso, seguramente las leyes serían muy distintas y más cercanas a la realidad (39).

Entonces, tenemos por un lado al homo economicus, que no es tan racional como asume la ley 27.349; y, por el otro lado, a los legisladores e integrantes de órganos estatales, que no solo carecen de esa misma racionalidad, sino que tampoco poseen compromiso personal en el resultado real de la aplicación de sus normas.

No estamos afirmando que los accionistas sean débiles y que solo por eso merezcan la protección de la ley. Tampoco consideramos que todos los consumidores o todos los empleados sean débiles en todas sus relaciones con las empresas, fundamentalmente las mipyme. La torpeza no debe ser protegida porque la vida social sería realmente imposible. La debilidad no debería ser asumida ciegamente, sin matices, porque la convivencia se ve afectada negativamente en virtud de sensaciones de injusticia, generándose un círculo vicioso donde el daño mayor se produce como consecuencia necesaria de preconceptos incompatibles con la realidad. Pero ese es asunto para otro estudio.

Sin perjuicio de ello, la ausencia de racionalidad perfecta (no la torpeza) provocada por los sesgos cognitivos inherentes a la biología del ser humano sí debería ser tomada en cuenta al momento de interpretar y aplicar esta nueva ley, porque de no hacerlo podrían generarse conflictos que afectarán negativamente a toda la comunidad en general, toda vez que los conflictos no se evitan con leyes que podrían generar abusos.

Ya fue demostrado en incontables experimentos científicos sociales que los seres humanos en su gran mayoría somos reciprocadores fuertes, estamos dispuestos cooperar con aquellos en quienes percibimos confianza y reciprocidad; a pelear con aquellos en quienes percibimos competencia; e, incluso, nos mostramos propensos a perjudicarnos a nosotros mismos para repeler una situación que percibimos injusta, cuando podríamos beneficiarnos de dicha situación, sea participando en ella o evitando confrontar. Nada de ello se corresponde con el homo economicus y en la práctica profesional estamos, al menos quienes escribimos este artículo, colmados de ejemplos donde los conflictos societarios comienzan, se agudizan y, a veces, no terminan, simplemente, por percepciones distintas acerca de lo que es justo en el caso concreto.

El exultante recibimiento académico al homo economicus en la SAS, aun con sus imperfecciones, es comprensible porque durante años se tuvo en frente lo que podríamos denominar, para seguir la línea latina, al homo burocraticus regulatorius, tan irracional como el primero y sin tener, siquiera, la piel comprometida en el juego, lo que lo hace aún más peligroso (menos eficaz y eficiente) (40).

En virtud de lo expuesto puede permitirse dudar de los beneficios que aseguran quienes proponen el desplazamiento casi total de las normas imperativas de la LGS frente a la libertad contractual, ejercida por emprendedores y empresarios racionales. La importancia de este asunto es enorme: si el ser humano no es tan racional como lo asume la ley 27.349, entonces no es cierto que los socios son quienes mejor saben qué es lo que más les conviene, ni cuentan con la información suficiente o los medios para proteger adecuadamente sus intereses.

Llegados a este punto entendemos conveniente recordar la hipótesis formulada al inicio de este trabajo: dejar sin efecto por vía estatutaria los derechos esenciales de los socios puede dar lugar a abusos incompatibles con los pretendidos beneficios de la libertad contractual, pudiendo provocar en el futuro, en nuestra Argentina pendular, un intenso intervencionismo estatal.

3. Los límites a la autonomía de la voluntad: normas imperativas, indisponibles y de orden público

Todo el estudio previo acerca de los constantes cambios de percepción sobre el alcance de la autonomía privada nos demuestra con elocuencia que esa autonomía no es un derecho absoluto. Siempre estará presente la tensión entre libertad e igualdad, y es por eso que se dice que el problema de la autonomía de la voluntad es un asunto de límites (41) .

Los límites se fijan a través de normas jurídicas que se imponen a la voluntad de los particulares, por normas que no pueden ser dejadas de lado por las partes de un contrato, ni siquiera cuando todas están de acuerdo en hacerlo. Esas normas se denominan imperativas o indisponibles. Si bien alguna doctrina postula que se trate de dos categorías normativas distintas, la Comisión Redactora de la ley 26.994 afirmó que los términos imperativo e indisponible eran utilizados como sinónimos en el Cód. Civ. y Com. (42).

Si las partes regulan sus relaciones en sentido contrario al de las normas imperativas, la sanción será la nulidad de la cláusula específica y la aplicación de la norma obligatoria, salvo que se tratase de un elemento esencial del contrato, en cuyo caso procedería la nulidad del contrato en su totalidad.

Mucho se ha debatido en torno al vínculo de las normas imperativas con el orden público. Sobre el concepto de orden público, el marqués Vareilles-Sommierès [un agudo pensador francés cuya doctrina sobre la personificación jurídica es de lectura obligada (43)] sostuvo que intentar definirlo era «un suplicio para la inteligencia» (44).

La lectura de los diversos intentos de definición del orden público nos ratifica la excesiva confianza que tienen los juristas para comprender y ordenar la realidad. Galileo, Newton y Einstein no se animaron a tanto.

¿Estamos en condiciones de asegurar el conocimiento de los principios religiosos, morales, políticos y económicos en los que se apoya la digna subsistencia de la organización social establecida en un momento dado?

¿Hay que tomar en cuenta la religión? ¿Cuál? ¿Cuáles? ¿En qué medida? Acerca de la moral: si indagamos en los métodos de ética que nos ayudan a discernir cuándo un acto puede considerarse correcto, pocos podrán distinguir —y mucho menos ponerse de acuerdo— entre utilitarismo, deontologismo, prescriptivismo, etcétera.

En cuanto a los elementos políticos y económicos de tal anhelado orden social, los debates televisivos, en redes sociales, en reuniones sociales y lo que exhala la prensa escrita nos muestran que las visiones sectoriales son mutuamente excluyentes acerca de esos principios básicos de organización.

¿Cuál es la base epistemológica que invocan los juristas para dotar de contenido real a las palabras que utilizan en sus definiciones sobre orden público? Ninguna. Tal vez esa omisión sea consecuencia de la imposibilidad de alcanzar dicho conocimiento, y mediante un giro posmoderno, donde el conocimiento científico se suplanta por la retórica.

Invocar el orden público parece un recurso que busca maquillar, consciente o inconscientemente, el poder circunstancial que tiene un individuo o grupo de individuos para regular la realidad de un país en un momento determinado, con los límites constitucionales y convencionales correspondientes (aunque no siempre ello ocurra).

Nada de lo expuesto debería sorprender, porque se trata del ejercicio del poder en el mundo real a través de la sanción de normas imperativas o de la interpretación que realizan los jueces en el caso concreto, tal como lo sostuvieron Mourlon, Arauz Castex, Sentís Melendo y Boutin, entre muchos otros (45).

Es allí donde la tesis de Guillermo Borda imprime el realismo necesario que ahorra un inmenso debate sin final: según este autor, el orden público es definido por el legislador o el juez cuando deciden que una norma sea imperativa a través de un mecanismo previsto en la Constitución Nacional y otras normas jerárquicamente inferiores que los habilitan para ello. Es decir, el orden público es definido en un momento determinado por los legisladores, o por quienes ocupan algún cargo en el Estado. Y todo ello será así hasta que el sistema político, económico y social sea modificado de tal manera que sí pueda decirse técnicamente que ocurre un cambio de paradigma, en cuyo caso los conceptos como orden público serán definidos por otras personas o a través de otros mecanismos (46).

Realizadas esas consideraciones previas, ¿cómo se traduce el límite impuesto por el orden público a la libertad contractual en la práctica? Precisamente, a través de las normas imperativas o indisponibles. No hay diferencia práctica entre ambos conceptos, tal como lo sostuvo Borda (47).

4. Los límites en concreto: la influencia del Código Civil y Comercial de la Nación en la SAS

Se trata, fundamentalmente, de los principios generales de buena fe, abuso del derecho y los límites de la moral y las buenas costumbres, cuya demarcación constituye un enorme desafío. Hemos tratado estos temas en nuestro trabajo anterior sobre opresión societaria, y sus conclusiones son también aplicables al caso de la SAS (48).

Tal como lo mencionamos al inicio, el Cód. Civ. y Com. elevó la buena fe y el abuso del derecho a la categoría de principio general en sus arts. 9º a 14. Esto quiere decir, lisa y llanamente, que todo aspecto del derecho civil y comercial queda sujeto al sentido y alcance de la buena fe y el abuso del derecho, sin necesidad de que exista una norma específica que lo exija. Sin perjuicio de ello, existen muchas aplicaciones concretas de ambos principios en diversas materias (49). Solo nos dedicaremos a los artículos que, a priori, podrían tener relevancia en el devenir de la SAS.

Con relación a la moral y las buenas costumbres, son conceptos extremadamente relativos que también fueron incorporados al Cód. Civ. y Com. como límites a la autonomía privada, motivo por el cual desarrollaremos una perspectiva coherente para su aplicación al derecho societario.

4.1. Incidencia de la buena fe en la SAS

El art. 9º del Cód. Civ. y Com. establece: «Principio de buena fe. Los derechos deben ser ejercidos de buena fe».

La buena fe se explica desde dos aspectos: objetivo y subjetivo. La buena fe en sentido objetivo se refiere al comportamiento honesto que debe desplegarse en todas las relaciones jurídicas. Se la conoce como buena fe-lealtad. Posee una relevancia especial en la formación, celebración y ejecución de los negocios jurídicos. La subjetiva, también denominada buena fe-apariencia, busca proteger una creencia o certeza razonable de una persona respecto de una situación que se le presenta. Permite al juez analizar la intención del sujeto, su íntima convicción acerca de la situación dada. Se podría incluso considerar como válida una creencia del sujeto que no sería admisible si se apreciara la diligencia común exigible para garantizar la seguridad en el tráfico (50).

Sus consecuencias son variadas: sirve como criterio de interpretación e integración negocial; como fuente de corrección del ejercicio de los derechos; como causal eximente de responsabilidad; como fuente de deberes secundarios de conducta (información y cooperación, entre otros); como elemento de control de cláusulas abusivas; como fundamento de la doctrina de los actos propios; como razón de ser de la tutela de la apariencia o confianza; como fuente de revisión de contratos; etc.

Lorenzetti ha escrito al respecto que la configuración normativa del principio general de buena fe consiste en una «cláusula general» cuyo contenido es ampliamente indeterminado y requiere siempre un juicio de valor del intérprete, quien deberá adaptarse a las circunstancias de tiempo y lugar (51).

El art. 990, por su parte, dispone que el límite a la autonomía de la voluntad contractual es la ley, el orden público, la moral y las buenas costumbres. El art. 960 prevé que los jueces pueden modificar las estipulaciones de los contratos cuando una de las partes lo solicite, en supuestos autorizados por la ley. El art. 961 configura la aplicación específica del principio de la buena fe en materia contractual, al establecer que los contratos deben celebrarse, interpretarse y ejecutarse de buena fe, obligando no solo a lo que está formalmente expresado sino a todas las consecuencias que puedan considerarse comprendidas en ellos, con los alcances con que razonablemente se habría obligado un contratante cuidadoso y previsor.

En materia contractual —y no cabe duda de que el instrumento constitutivo de la SAS es un contrato cuando hay más de un accionista— la buena fe-lealtad tiene una relevancia especial. Las partes deben comportarse con lealtad y probidad durante todas las etapas del contrato, esto es, preparatoria, celebratoria y ejecutoria, incluyéndose dentro de este estándar de conducta a deberes secundarios, tales como la equidad, proporcionalidad, coherencia, solidaridad, colaboración recíproca e información necesaria para que todas las partes puedan cumplir con la finalidad que han tenido en miras al momento de contratar (52). Más aún en contratos de larga duración como lo es el de la SAS, donde todos estos deberes deben respetarse durante toda la vigencia del contrato, porque la causa-fin se contempla inescindiblemente vinculada al plazo global (53).

Entendemos que, razonablemente, un accionista previsor, antes de ingresar a una SAS, debería haber resguardado sus derechos de manera tal de poder informarse, controlar la gestión social y proteger su participación porcentual en la toma de decisiones y ganancias de la sociedad, entre otros aspectos fundamentales para cualquier inversor, de manera tal de poder cumplir con los fines que lo motivaron a ingresar a esa persona jurídica en particular.

Y con relación a los deberes secundarios de conducta inherentes al principio de buena fe, sostenemos que en el ámbito societario no son en modo alguno tan secundarios, pues remiten a varios de los derechos esenciales de los socios de la ley 19.550: solidaridad, colaboración recíproca e información suficiente. Cuesta imaginar supuestos en los que, por vía contractual, se puedan dejar sin efecto normas imperativas de la ley 19.550 sin caer directamente en la infracción a esos deberes secundarios de conducta, cuyo alcance podría ser más amplio que el de la ley citada.

Sugerimos que, tal vez, admitir la imperatividad de las normas de la LGS evitaría abrir la caja de pandora que significa el Cód. Civ. y Com. en este particular, máxime desde que se ha dejado de lado la fórmula del art. 21 del Cód. Civil. Los cuarenta años de sobria madurez de la LGS ofrecen una seguridad jurídica mayor que la aplicación irrestricta del Cód. Civ. y Com. a la SAS. A todo evento, una flexibilización acorde con las necesidades específicas del mercado podría avanzar gradualmente en reformas puntuales a la Ley General Societaria tendientes a ese objetivo.

Por supuesto que no todo es negativo en cuanto a la aplicación del Cód. Civ. y Com. A modo de ejemplo, Schneider en un trabajo se refiere específicamente al asunto de la buena fe-lealtad en el ámbito societario; luego de citar la doctrina que informa acerca de los deberes secundarios de conducta derivados del principio de la buena fe y que las partes del contrato están obligadas en todas sus etapas a actuar de acuerdo con la finalidad del negocio y las expectativas razonables de cada una de ellas, concluyó que cualquiera que sea la categoría del socio (mayoritario, minoritario o paritario) le corresponde el mismo deber amplio y genérico de lealtad (54).

La cita sobre expectativas razonables de las partes no es superflua. Proviene del derecho corporativo estadounidense y, junto con la doctrina de la opresión, se encuentran íntimamente ligadas a las nociones de causa-fin, buena fe, abuso del derecho e interés social de nuestro ordenamiento jurídico, pudiendo dar lugar, en caso de conflicto, al derecho de separación del socio, recibiendo a cambio el valor real de su participación (55).

Admitir esa tesitura permitiría terminar con los conflictos societarios mediante una única acción judicial, evitando el dislate que significa la práctica actual, que involucra numerosas acciones de diferente naturaleza y durante un lapso prolongado de tiempo, sin que ninguna de ellas pueda poner fin en sí misma al conflicto, pues no obligan a una de las partes a adquirir la participación de la otra a un valor determinado.

4.2. Incidencia del abuso del derecho en la SAS

Planiol introdujo un enfoque muy inteligente para el abordaje inicial del tópico: si un derecho es ejercido abusivamente no puede hablarse ya del ejercicio de un derecho subjetivo, sino que se trata de un acto ilícito (56).

Entonces, estamos hablando aquí de un ilícito cometido por una o varias partes del contrato en perjuicio de otras, mediante el abuso de ciertos derechos que las leyes les atribuían con otros fines, desviándolos hacia objetivos distintos a los permitidos con la intención de aprovecharse indebidamente de la situación. En la regulación actual no se limita la configuración del ilícito por abuso del derecho a un solo acto, sino que puede quedar constituido mediante una estrategia espuria que involucre varios actos jurídicos concatenados entre sí aparentemente inocuos, pero cuyo resultado colectivo es la obtención indebida de un beneficio a costa de los derechos de las restantes partes de la relación (cfr. art. 10 del Cód. Civ. y Com.).

Esta nueva regulación tiene especial relevancia en el conflicto societario, toda vez que la opresión societaria suele concretarse a partir de una cadena coherente y concatenada de decisiones sociales que culmina con la privación de las expectativas razonables de uno o varios socios o, dicho en otros términos, la violación de la causa-fin del contrato (57). Un ejemplo de ello podría encontrarse en el clásico esquema de constitución de reservas facultativas junto con remuneración en exceso sin justificación razonable, pero los casos posibles son inagotables.

El abuso del derecho, como principio general, presenta tres funciones, de acuerdo con lo previsto por el art. 11 del Cód. Civ. y Com.: (a) preventiva, porque el juez debe ordenar lo necesario para evitar los efectos del ejercicio abusivo o de la situación jurídica abusiva; (b) restauradora, porque el juez, si correspondiere, debe procurar la reposición al estado de hecho anterior; y (c) resarcitoria, porque el juez, si correspondiere, debe fijar una indemnización (con el agravante de que esta indemnización debe ser «plena», de acuerdo con lo dispuesto por el art. 1740 del mismo ordenamiento).

Tal como está redactada la ley, creemos que los accionistas de la SAS no podrán evitar la imperatividad de las normas citadas. Tanto la buena fe como el abuso del derecho, la lesión o la teoría de la imprevisibilidad son institutos que interesan al orden público declarado por el legislador o determinado por el juez en un momento dado y, por ende, incompatibles con una renuncia anticipada de derechos por vía estatutaria (cfr. art. 13 del Cód. Civ. y Com.).

Yendo al aspecto operativo del abuso del derecho, este último queda configurado según el art. 10 del Cód. Civ. y Com. cuando: (a) se contrarían los fines del ordenamiento jurídico; (b) se exceden los límites impuestos por la buena fe; (c) se exceden los límites impuestos por la moral; y (d) se exceden los límites impuestos por las buenas costumbres.

¿Cómo se puede determinar el abuso? Existen varias opiniones en la doctrina. Por la extensión de este artículo, elegiremos arbitrariamente los métodos que nos parecen más adecuados para el logro de esa identificación (58):

(a) El ejercicio doloso, donde no se intenta satisfacer los fines perseguidos por el derecho específico, sino que se lo utiliza como un modo para perjudicar a alguien.

(b) El ejercicio sin interés: es, tal vez, la forma más simple de identificar cuándo el ejercicio de un derecho carece de todo sentido y debe ser sancionado si causa un daño a terceros. Queda configurado cuando no es posible demostrar un interés razonable en su ejercicio, sin necesidad de acreditar culpa o dolo. Sobre este punto, Alterini dijo que la falta de interés no suele tener otra explicación que un obrar doloso o culposo (59).

Con relación a la moral y las buenas costumbres, como elementos de la noción de abuso del derecho, lo primero que debe preguntarse es: ¿la moral y buenas costumbres, según quién? Si se intenta objetivar el término ingresamos en una problemática similar a la del orden público (60). Por más que se intente dar forma a los conceptos, su determinación caerá en el subjetivismo más puro, ajeno a toda seguridad jurídica. Valen los mismos comentarios que hemos realizado sobre la dificultad de delinear el contorno del orden público.

Resolver este aspecto, o al menos intentar darle un cauce predecible, nos exige delimitar su influencia en el mundo societario: ¿qué es moral y buenas costumbres en el ámbito societario? ¿El respeto del interés social? ¿Actuar con lealtad y diligencia? Difícilmente puedan negarse esas exigencias de conducta, pero hace falta más precisión.

La forma de aproximarse a un cierto grado de conocimiento acerca de cuál es el principio rector que rige la buena fe, el correcto ejercicio de los derechos y la moral y las buenas costumbres en materia societaria, exige otro método acorde a los cambios introducidos por la ley 27.349. Este método consiste en dotar de razonabilidad a los actos sociales mediante el vínculo con una concepción realista del interés social, propia de las exigencias del Título Preliminar del Cód. Civ. y Com., pues no puede admitirse la validez de una decisión social irracional.

4.3. Aproximación a la racionalidad en el derecho societario

El criterio de racionalidad que postulamos para las decisiones sociales es el siguiente: una decisión y su consecuente acción son racionales si y solo si, procuran lograr un objetivo que, se supone, será beneficioso tanto para la sociedad como para la mayoría de los socios, con el mínimo sacrificio individual posible. Se combina así la racionalidad formal con la racionalidad material, porque de nada sirve una aplicación formalmente lógica de normas si eso es ineficiente para las partes (61).

Existen muchas definiciones de racionalidad (62). Las que tienen mayor aceptación en el presente son las que reclaman coherencia entre los fines propuestos y los medios para lograrlos. Según estas teorías, además, cuando la decisión involucra a dos o más personas, los fines y los medios tienen que ser coherentes con las creencias compartidas por los integrantes del grupo (63).

Todas estas explicaciones pueden resumirse en un argumento bastante simple: cuando se pretende afectar el interés de alguien, hay que explicarle muy bien los motivos.

En materia societaria y en función del criterio de racionalidad que hemos propuesto, tanto los objetivos de las decisiones sociales como los medios para ejecutarlas no pueden ser arbitrarios. La pauta para determinar el grado de racionalidad de los objetivos y medios es el interés social definido previamente.

Así, el objetivo que marca la pauta de racionalidad de cada decisión social es la búsqueda, en el caso concreto, de la satisfacción de los intereses personales de la mayor cantidad de socios y exigiendo, en simultáneo, el menor sacrificio posible de quienes puedan verse afectados. Este objetivo es instrumentalmente racional, porque procura un beneficio para el sistema, y es moralmente racional (desde nuestra perspectiva utilitarista), porque intenta la mayor cantidad de bien con el menor sacrificio posible.

Si bien no resulta en principio elegante incluir fórmulas complejas para describir conceptos, entendemos que vale la pena transcribir la idea central de la teoría de la acción sistémica y realista de Mario A. Bunge, sugiriendo detenerse pacientemente en ella (64):

«Un medio M para un objetivo O es, a priori, instrumentalmente racional si y solo si M es necesario y suficiente para O. Pero debe tenerse en cuenta que en virtud de los efectos colaterales imprevisibles (positivos o negativos) que puede generar la acción, el resultado R puede no coincidir con O. Entonces la fórmula debe corregirse en los siguientes términos: M resulta ser, a posteriori, un medio instrumentalmente racional de O si y solo si M es necesario y suficiente para O, y R es más valioso que C (que es el efecto colateral indeseado)».

Hasta aquí está expuesto un diseño de racionalidad instrumental, es decir, una elección de medios eficientes desde el punto de vista funcional para el logro del objetivo planteado, tomando en consideración los posibles efectos colaterales indeseados. Falta la inclusión de aspectos valorativos en la fórmula, pues el mal puede ser tan racional como el bien.

Así: «Un objetivo O es moralmente racional si y solo si contribuye a satisfacer un interés legítimo sin poner en riesgo el interés legítimo de otras personas. Del mismo modo, un medio M es moralmente racional si y solo si el medio es necesario y suficiente para aquel O».

Esta moralidad está vinculada con los aspectos axiológicos considerados en este trabajo, y en síntesis comporta lo siguiente: es bueno procurar el beneficio individual y social. El interés social, como valor, exige que la elección de los medios para el logro de los objetivos sociales necesarios para la sustentabilidad del sistema genere el menor sacrificio posible para los socios (65).

La fórmula final sería la siguiente: «Un medio M para un objetivo O es, a priori, instrumental y moralmente racional si y solo si M es necesario y suficiente para O y O satisface un interés legítimo sin poner en riesgo intereses legítimos de otras personas. Pero debe tenerse en cuenta que en virtud de los efectos colaterales imprevisibles (positivos o negativos) que puede generar la acción, el resultado R puede no coincidir con O. Entonces la fórmula debe corregirse en los siguientes términos: M resulta ser, a posteriori, un medio instrumental y moralmente racional de Osi y solo si M es necesario y suficiente para O, y R es más valioso que C (que es el efecto colateral indeseado)».

Tomemos como ejemplo un caso que se suele dar en el ámbito de las sociedades regulares de la ley 19.550, pero que puede servir como disparador para conflictos que eventualmente se desarrollen en el seno de una SAS, porque, más allá del contenido de los intereses en conflicto, el sistema racional para la solución es el mismo. Es el caso del aumento de capital o la constitución de reservas facultativas para el logro de determinados objetivos estratégicos a mediano o largo plazo. Las opciones con las que cuenta la sociedad serían básicamente dos: financiamiento interno o del mercado.

Con excepción de las sociedades que cotizan sus acciones o ciertos productos financieros en bolsa, el costo de financiamiento interno para las sociedades denominadas «cerradas», aparentemente, sería cero (66). En ese contexto, también en apariencia, siempre sería inconveniente recurrir al crédito en el mercado porque la sociedad debería pagar intereses.

Veamos, a continuación, cómo debería estructurarse una decisión social en el caso práctico típico de considerar un aumento de capital o la constitución de reservas facultativas (67), para cumplir con los recaudos de racionalidad desarrollados:

(a) Planteo de los objetivos estratégicos, como por ejemplo la necesidad de ingresar en nuevos mercados, afrontar una crisis, investigar o desarrollar nuevos productos, mantener posicionamiento ante la aparición de un nuevo competidor, exigencias de integración vertical u horizontal, entre otros.

(b) Justificación técnica y contextual, contrastable empíricamente, acerca de la necesidad de cumplir los objetivos estratégicos para que la sociedad produzca ganancias sustentables durante el plazo previsto por el art. 11, inc. 5º, de la LGS. La justificación contextual se vincula con los datos previos y presentes de la sociedad en cuestión, que deberían ser coherentes con los nuevos objetivos planteados.

(c) Elección de los medios que resulten instrumental o funcionalmente más eficientes para la sociedad a los efectos del logro de los objetivos propuestos (68).

(d) En caso de oposición de socios a la elección de los medios referidos en el ítem anterior, tal elección debería ajustarse recurriendo a los medios que resulten idóneos para el cumplimiento de los objetivos sin necesidad de que los socios deban suscribir un aumento de capital o postergar su derecho al dividendo (69).

(e) Tanto la sociedad como los socios deberán buscar y generar los medios mencionados en el ítem d). La sociedad deberá colaborar con los socios hasta el máximo de sus posibilidades para ese fin.

(f) En el supuesto de que esta última elección no sea viable, se deberá ofrecer la justificación técnica y contextual por intermedio de la cual los objetivos planteados solo pueden lograrse mediante un aumento de capital o la constitución de reservas facultativas. Aquí, de ser cierto, los socios minoritarios deben someterse al principio mayoritario.

(g) Si los objetivos planteados no son, luego, perseguidos y ejecutados por los controlantes sobre la base de los términos y condiciones fijados en la decisión racional planteada, se deberán distribuir de inmediato las utilidades reservadas o reducirse el capital social de manera tal que la situación vuelva al estado original a fin de que los minoritarios no sufran ningún perjuicio. No se está exigiendo el éxito del objetivo planteado (que es aleatorio), sino que se requiere que dicho objetivo sea realmente intentado mediante la ejecución de la estrategia descripta, fundada racionalmente en la decisión social que justificó el aumento de capital o la constitución de reservas pertinentes.

(h) El dinero de la reserva o el aumento de capital no podría tener una afectación distinta, pues para ello deberá convocarse y adoptarse una nueva decisión racional como la que aquí se ha planteado.

Si no se adopta ese método o uno equivalente, se corre el riesgo de que los principios señalados sean interpretados muy discrecionalmente por parte de los jueces, con resultados que pueden ser muy disímiles entre sí, profundizando los problemas de las partes.

5. Conclusiones

Desde hace varias décadas el mundo de los negocios cambia rápida y constantemente en virtud de innumerables factores. Lo seguirá haciendo con mayor velocidad en el futuro. Nuestro país tiene deficiencias estructurales crónicas que impiden una competitividad adecuada para que las empresas, sobre todo las pequeñas, puedan posicionarse en el mercado internacional. Nuestro mercado interno es volátil, sin economías de escala para la gran mayoría de bienes y servicios y constituye una anémica oferta en comparación con otros mercados, incluso de Latinoamérica.

En ese marco aparece la ley 27.349, que revitaliza la imagen del emprendedor schumpeteriano: innovador, cuya energía y creatividad contagia al resto de los componentes del mercado en un círculo virtuoso de crecimiento sostenido. Bienvenida esa expectativa y los valores que impregna. Sin embargo, sin un cambio sistémico que conceda una verdadera posibilidad a los empresarios argentinos para competir con crédito razonable, impuestos posibles de pagar y seguridad jurídica laboral, no hay figura jurídica que vaya a encauzar la energía creativa en niveles que permitan mover el amperímetro productivo hacia arriba.

Bajo el ideal de la autonomía privada se presume que los empresarios argentinos buscarán, con toda su creatividad e inventiva, las mejores soluciones para conducir los negocios con la menor injerencia posible del Estado, sin sufrir las consecuencias de sus propias regulaciones y complicando burocráticamente todo el aparato productivo.

Esa autonomía privada estaría consagrada en la ley 27.349 bajo la posibilidad de desplazar las normas imperativas de la ley 19.550 por vía estatutaria. Pero es allí donde se produce una paradoja: las normas imperativas de la ley 19.550, a nuestro entender, conceden mayor previsibilidad a los negocios que la aplicación de los principios de buena fe y abuso del derecho regulados en el Título Preliminar del Cód. Civ. y Com., que sería de aplicación obligatoria por sobre las regulaciones contractuales de la SAS.

Consideramos que es más prudente avanzar en forma gradual desde las normas imperativas de la ley 19.550 hacia un mayor grado de libertad, en vez de saltar apresuradamente al vacío, esperando ser recibidos por una interpretación conservadora de los arts. 9º, 10, 12, 958, 960, 962, 991, 1011, 1012, 1013, 1061 y 1067 del Cód. Civ. y Com., entre otros.

Una forma de ir buscando el equilibro que permita un mayor grado de libertad sin correr el riesgo de abusos es recurrir a una nueva concepción del interés social que contempla la causa-fin (objetiva y subjetiva societaria) junto con una metodología de rigor racional para la toma de decisiones, donde todos los intereses sean debidamente tomados en consideración.


(A) Abogado (UBA), Magíster en Administración de Negocios (Univ. del CEMA).

(AA) Abogado (UNMDP), Magíster en Derecho Empresario (Univ. Austral).


Descargar PDF: LOS LÍMITES DE LA AUTONOMÍA DE LA VOLUNTAD EN LA SOCIEDAD POR ACCIONES SIMPLIFICADA


(1) Volveremos sobre este debate extensivamente en el ap. II de este trabajo. Sin perjuicio de ciertas disquisiciones doctrinarias, con fines estrictamente prácticos consideraremos como sinónimos los términos «autonomía privada», «autonomía de la voluntad» y «libertad contractual».

(2) En ese contexto es técnicamente incorrecto hablar de cambio de paradigma, pues para ello debería existir un quiebre definitivo con los postulados fundamentales del paradigma anterior, de manera tal que los problemas planteados y el modo de resolverlos sean tan diferentes que no puedan ser comparados entre sí (inconmensurabilidad). El asunto no es meramente académico, porque las palabras y su contexto provocan sensaciones. Al hablar de paradigmas, revoluciones y procesos disruptivos, se genera una sensación de cambio total de las normas de juego, lo cual no es cierto en el caso de la SAS. Sobre la concepción de paradigma en el ámbito científico ver KUHN, Thomas S., «La estructura de las revoluciones científicas», Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1992; y, en contra, BUNGE, Mario A., «La ciencia, su método y su filosofía», Ed. Sudamericana – De Bolsillo, Buenos Aires, 2005.

(3) Nos referimos, fundamentalmente, a Simon, Arrow, Kahneman y Thaler. Probablemente todos los lectores lo sepan, pero no está de más aclararlo: los Premios Nobel en Física, Literatura, Paz y Química fueron instituidos a partir de 1901 por Alfred B. Nobel y se financian con el rendimiento de su herencia. En cambio, el llamado Premio Nobel de Economía fue creado por el Banco Central de Suecia a partir del año 1969 y se denomina Premio del Banco de Suecia en Ciencias Económicas en memoria de Alfred Nobel.

(4) COMPAGNUCCI DE CASO, Rubén H., «El principio de autonomía de la voluntad y sus límites (somero análisis de lo propuesto en el Proyecto de Código Civil de 1998)», JA 2000-III-959, AP 003/007714.

(5) FERNÁNDEZ SESSAREGO, Carlos, «Reflexiones en torno a la autonomía de la voluntad», LA LEY, Supl. Actualidad, 29/05/2003, 1; AR/DOC/10470/2003.

(6) SALVAT, Raymundo M. – LÓPEZ OLACIREGUI, José María, «Tratado de derecho civil argentino. Parte general», TEA, Buenos Aires, 1964, t. 1, p. 256; SANTOS BRIZ, Jaime, «Los contratos civiles, nuevas perspectivas», Ed. Comares, Granada, 1992, p. 39.

(7) LORENZETTI, Ricardo L. (dir.), «Código Civil y Comercial de la Nación comentado», Ed. Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 2015, t. V, ps. 537 y ss.

(8) Cfr. MOSSET ITURRASPE, Jorge – PIEDECASAS, Miguel A., «La revisión del contrato», Ed. Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 2008, p. 10.

(9) STIGLITZ, Rubén S., «Un nuevo orden contractual en el Código Civil y Comercial de la Nación», LA LEY, 2014- E, 1332; ADLP 2014 (noviembre); AR/DOC/3668/2014.

(10) MAYO, Jorge, «La autonomía de la voluntad, ¿es el fundamento de la fuerza obligatoria del contrato?», LA LEY, 1996-E, 833; AR/DOC/15400/2001.

(11) NISSEN, Ricardo A., «La sociedad por acciones simplificadas», Ed. FIDAS, Buenos Aires, 2018; MESSINA, Gabriel E. – SÁNCHEZ HERRERO, Pedro, «Autonomía y eficiencia de la sociedad por acciones simplificada», LA LEY, 2018-C, 938; AR/DOC/1158/2018.

(12) FAVIER DUBOIS, Eduardo M., «La sociedad por acciones simplificada y el sistema societario: cuatro preguntas y el miedo a la libertad», RDCO 285- 885, del 11/08/2017; AP AP/DOC/576/2017; PÉREZ HUALDE, Fernando, «La autonomía de la voluntad como nota tipificante de la sociedad por acciones simplificadas», LA LEY, 2017-F, 561; AR/DOC/2334/2017; VAN THIENEN, Pablo A. – DI CHIAZZA, Iván, «Sociedad por acciones simplificada y supletoriedad de la Ley General de Sociedades», LA LEY, 2017-D, 1251; AR/DOC/1533/2017.

(13) VÍTOLO, Daniel R., «La sociedad anónima simplificada», LA LEY, 2016-E, 1134; AR/DOC/3076/2016; MARZORATI, Osvaldo J., «La sociedad anónima simplificada. ¿Será una realidad?», LA LEY, 2016-F, 990; AR/ DOC/3617/2016; ROVIRA, Alfredo L., «Necesaria reforma integral de la Ley General de Sociedades. Régimen de sociedad anónima simplificada», LA LEY, 2016-F, 515; AR/ DOC/3074/2016; VERGARA, Nicolás D., «Las sociedades por acciones simplificadas en la Argentina», LA LEY, 2018-A, 671; AR/DOC/1765/2017; CRACOGNA, Dante A., «Importante novedad en el campo societario: la sociedad por acciones simplificada», RDCO 285-850; RAGAZZI, Guillermo E., «La sociedad por acciones simplificada (breves notas sobre sus antecedentes y régimen legal)», RDCO 285-782; HADAD, Lisandro A., «La sociedad por acciones simplificadas: la llegada de la modernidad», LA LEY, 2017- D, 971; AR/DOC/1387/2017.

(14) VILLANUEVA, Julia, «La sociedad por acciones simplificada y la autonomía de la voluntad versus la imperatividad en el derecho societario», LA LEY, 2018-F, 890; AR/DOC/2430/2018. La aplicación del art. 1º de la ley 19.550 a la SAS es un asunto de gran importancia porque exige a ese tipo societario la existencia de una causa-fin y de una empresa.

(15) Esta pareciera ser, también, la postura de Rafael M. Manóvil, según su exposición en las II Jornadas Nacionales sobre SAS, desarrolladas en la Universidad Nacional de Cuyo, Mendoza, durante el mes de octubre de 2018.

(16) BUNGE, Mario A., «Las ciencias sociales en discusión», Ed. Sudamericana, Buenos Aires, 1999, ps. 147 y ss. Nos parece importante destacar lo que Raúl Prebisch dijo sobre el análisis económico de Bunge: «Llega en una muy buena oportunidad y nos será de gran ayuda a los economistas que, como en mi caso, rechazan los artículos de fe del pensamiento convencional. El Dr. Bunge arremete resueltamente contra las teorías clásicas y neoclásicas, sin que escapen a su análisis crítico las concepciones marxistas (…). Más aún, no hay una teoría económica que permita explicar los fenómenos globales del desarrollo, ni de esas crecientes disparidades sociales, salvo en lo que concierne a ciertas restricciones del libre juego de las leyes económicas y a las imperfecciones del mercado. ¿Qué hacer entonces? Al procurar respuesta, entro decididamente a un campo de amplia coincidencia con el Dr. Bunge. La teoría económica resulta claramente insuficiente porque ignora la estructura social y las mutaciones y las cambiantes relaciones de poder que emergen de todo ello. En su afán de asepsia doctrinaria, sus adeptos evitan cuidadosamente la influencia de elementos exógenos. A mi juicio, ni los elementos técnicos, políticos, sociales y culturales son exógenos. Forman parte integrante de un sistema y, como tales, tienen gran influencia en esas mutaciones y en las contradicciones que aparecen cada vez más en su funcionamiento» (PREBISCH, Raúl, «Prólogo» al libro de BUNGE, Mario A., «Economía y filosofía», Ed. Tecnos, Madrid, 1982).

(17) la lectura de BOUDON, Raymond, «La racionalidad en las ciencias sociales», Ed. Nueva Visión, Buenos Aires, 2010, y BUNGE, Mario A., «La relación entre la sociología y la filosofía», Ed. Edaf, Buenos Aires, 2000.

(18) El término en latín suele ser atribuido a Vilfredo Pareto, aunque su construcción doctrinaria fue paulatina, un agregado de ideas que podría comenzar incluso antes de Adam Smith y que involucran a múltiples pensadores de gran influencia como David Ricardo, John Stuart Mill y León Walras, entre otros.

(19) Idem nota (3).

(20) Por supuesto que, dada la relevancia del tema y su construcción histórica, todos los economistas de relevancia lo han tratado directa o indirectamente. Hemos seleccionado aquellos que se refirieron de manera específica y distintiva al comportamiento de los agentes económicos (según la teoría clásica o la conductista) en sus modelos y/o predicciones. Todo ello demuestra la endeblez del Premio Nobel de Economía como parámetro para juzgar el valor práctico de las teorías económicas, es decir, su capacidad para predecir el comportamiento humano y diseñar soluciones que mejoren la realidad. En ese contexto, podemos admitir como excepción la predicción realizada por un gran economista que no obtuvo el Premio Nobel, John K. Galbraith, quien dijo que «la única función de las predicciones económicas es hacer que la astrología parezca respetable».

(21) POSNER, Richard A., «Economic analysis of law», Ed. Aspen, Nueva York, 2003, 6ª ed.

(22) BERNSTEIN, Anita, «Whatever happened to law and economics?», Maryland Law Review, 64:101-303, 2005.

(23) COASE, Ronald H., «The problem of social costs», Journal of Law and Economics, vol. 3, octubre/1960, ps. 1-44.

(24) JENSEN, M. C. – MECKING, W. H., «Theory of the firm: managerial behavior, agency costs and ownership structure», Journal of Financial Economics, 3:305:360, 1976. Estas ideas tienen un origen directo en los trabajos de BERLE, Adolf A. – MEANS, Gardiner C., fundamentalmente: «The modern corporation & private property», Ed. Transaction Costs, New Brunswick, 2009, 10ª reimp.

(25) GREENFELD, Kent, «The end of contractarianism: behavioral economics and law of corporations», research paper, 368, 04/08/2015, Boston College Law, ps. 517-538.

(26) FISCHEL, D. R., «The corporate government movement», Vanderbilt Law Review, 35:137:164, 1982; EASTERBROOK, F. H. – FISCHEL, D. R., «The economic structure of corporate law», Ed. Harvard University Press, Cambridge, MA, 1991.

(27) COSTE, Diego – BOTTERI, José D., «El derecho de separación del socio», Ed. Hammurabi, Buenos Aires, 2016.

(28) MEANS, Benjamín, «A contractual approach to shareholder oppression», 79, Fordham Law Review, 1161, diciembre/ 2010. Reiteramos que las fuertes críticas provenientes de la filosofía y la economía conductista a las teorías de la elección racional, que han demostrado que rara vez los seres humanos actúan de ese modo, sea por falta de información acerca de sus propias necesidades, deseos y capacidades, o bien por la incapacidad de hacerlo, pueden aplicarse sin inconvenientes a la doctrina contractualista de Delaware, que asume que quien ingresa a una sociedad tuvo la oportunidad de pactar contractualmente la protección de sus derechos o tenía el deber de hacerlo, motivo por el cual no merece una protección especial en su carácter de mero socio minoritario. La realidad en los EE.UU. (al igual que en la Argentina) demuestra que los socios no cumplen con el estándar esperado por las doctrinas de la elección racional, quedando situados en una posición de gran vulnerabilidad frente a los controlantes. Por ese motivo, la mayoría de los Estados han adoptado la MBCA, que contiene normas protectoras específicas para los accionistas minoritarios frente a la ausencia de previsiones contractuales.

(29) En un ilustrativo artículo acerca del debate que se viene produciendo sobre estos temas en los EE.UU., Duprat explica que existen dos posiciones predominantes: las contractualistas y las comunitaristas. Quienes sostienen la tesis contractualista se oponen a toda clase de normas imperativas y exigen que el Estado desempeñe un papel limitado en la regulación de la actividad individual, restringiéndose a brindar un conjunto de reglas supletorias que los administradores pueden o no realizar. En la opinión de estos autores, si fijan mal sus reglas internas, el mercado se encargará de castigarlos, porque los inversores destinarán sus recursos a las sociedades que mejor protejan sus intereses. Duprat destaca que eso no sucede ni en los EE.UU., aunque el ejemplo tampoco es relevante para nuestro estudio, porque las sociedades abiertas en la Argentina constituyen un número muy reducido en comparación con la red de negocios desplegada por las mipyme, a quienes está dedicada, supuestamente, la SAS. La otra posición, comunitaria, prefiere apoyarse en la ley para regular las relaciones entre los distintos grupos de poder, siendo muy costoso y difícil coordinar y negociar sobre los distintos intereses que confluyen en una sociedad de capital. De ese modo, sujetándose a un número suficiente de normas imperativas, se reducen sustancialmente los costos de transacción (cfr. DUPRAT, Diego, «La autonomía de la voluntad en el diseño de los estatutos sociales», LA LEY, 2013-F, 1043; AR/DOC/3886/2013). Veremos en el apartado III que en el caso de la SAS argentina probablemente suceda todo lo contrario. Como siempre, la solución debe situarse en el justo medio y entendemos que ese punto se encuentra a través de un correcto desarrollo de los conceptos de causa-fin del contrato de sociedad, interés social y racionalidad de las decisiones sociales.

(30) COSTE, Diego – BOTTERI, José D., «Actualidad del interés social», Revista de Derecho Comercial, del Consumidor y de la Empresa, 3, año III, junio/2012. Ed. La Ley; «El interés social desde un enfoque diferente», ponencia presentada en el XII Congreso Argentino de Derecho Societario y VIII Congreso Iberoamericano de Derecho Societario y de la Empresa, Buenos Aires, 2013; y «El derecho de separación del socio», cit.

(31) MESSINA, Gabriel E. – SÁNCHEZ HERRERO, Pedro, ob. cit.

(32) KAHNEMAN, Daniel, «Pensar rápido, pensar despacio», Ed. Debate, Buenos Aires, 2015, p. 167.

(33) Sobre el teorema de Coase sostuvo Bunge: «Sólo es válido en casos simples, a saber, cuando las partes y sus derechos de propiedad son claramente identificables y los daños pueden ser valorados, como cuando la cabra del vecino deambula por mi huerta y devora una cantidad conocida de repollos. Es inaplicable, en cambio, en los casos de contaminación industrial masiva con sus costos sanitarios, agotamiento de recursos no renovables y desocupación tecnológica, efectos concomitantes, pero imperfectamente conocidos. Pero, el teorema justifica vender el derecho a contaminar y dañar cualquier bien público en la medida que el precio sea justo, lo cual es una manera de transformar en mercancía y privatizar los bienes y males públicos» (BUNGE, Mario A., «Las ciencias sociales en discusión», cit., ps. 139-140). Otro ejemplo relativo al incumplimiento del teorema de Coase en el mundo real fue generado por la investigación del profesor de derecho Ward Farnsworth, quien documentó la reticencia de abogados y partes para entablar negociaciones después del dictado de la sentencia del juez de primera instancia. Si el teorema se aplicase, una vez definido el derecho, las partes tendrían el incentivo para negociar de acuerdo con el valor que cada uno asigna a ese derecho. Sin embargo, la ira suele impedir que la teoría aséptica se aplique, en ninguno de los casos estudiados (THALER, Richard H., «Portarse mal», Ed. Paidós, Buenos Aires, 2018, p. 376).

(34) Una explicación detallada de los sesgos cognitivos que nos alejan sustancialmente del homo economicus puede leerse en KAHNEMAN, Daniel, «Pensar rápido, pensar despacio», cit.; THALER, Richard H., ob. cit.; THALER, Richard H. – SUNSTEIN, Cass R., «Un pequeño empujón», Ed. Taurus, Buenos Aires, 2018; KAHNEMAN, Daniel – TVERSKY, Amos, «Elecciones, valores y marcos», American Psycologist, vol. 34, 1984; y TVERSKY, Amos – KAHNEMAN, Daniel, «El juicio bajo incertidumbre: heurísticas y sesgos», Science, vol. 185, 1974.

(35) THALER, Richard H., ob. cit., ps. 137- 141.

(36) Ibidem, p. 213.

(37) La MBCA, creada por la American Bar Association, fue adoptada por 42 de los 50 Estados de los EE.UU. y, por ende, constituye tendencia mayoritaria en cuanto a soluciones de conflictos societarios en sociedades cerradas. Ello es así, además, porque esta clase de sociedades suelen constituirse en la jurisdicción donde tendrán su actividad principal y no en jurisdicciones especializadas, como Delaware. Por motivos de espacio, hemos optado por no transcribir en el idioma original la MBCA en su parte pertinente. Se encuentra disponible en el siguiente sitio web: «Model Business Corporation Act without comments», https://apps. americanbar.org/dch/committee.cfm?com=CL270000.

(38) Es ilustrativo leer KURAN, Timur – SUNSTEIN, Cass R., «Availability cascades and risk regulations», Stanford Law Review, 51, 1999, ps. 683-768. Allí explican que al emitir regulaciones hay que tener muy en cuenta el efecto cascada, consistente en una cadena autosostenida de acontecimientos que puede comenzar por reportajes en los medios de comunicación sobre un acontecimiento que podría estimarse como de importancia menor y llegar hasta la histeria colectiva con la consecuente intervención del gobierno a gran escala. Es decir, se trataría de una especie de bola de nieve que va creciendo a partir del miedo, tal vez infundado y promovido por la propia inseguridad del ciudadano medio impulsado por personas que tienen intereses económicos o políticos en la instalación del problema. Sería una aplicación de las profecías autocumplidas de Robert K. Merton.

(39) TALEB, Nassim N., «Skin in the game», Ed. Random House, New York, 2018.

(40) TALEB, Nassim N., «¿Existe la suerte? Las trampas del azar», Ed. Paidós, Buenos Aires, 2011; «El cisne negro», Ed. Paidós, Buenos Aires, 2011; «Antifrágil», Ed. Paidós, Buenos Aires, 2013; y «Skin in the game», cit. Taleb, que ha sufrido en carne propia los efectos violentos de la guerra y se hizo multimillonario como agente financiero en Wall Street, sostiene desde hace mucho tiempo que los grandes cambios de la historia son cisnes negros, eventos que no pudieron ser anticipados gracias a la miopía de quienes tienen a su cargo la regulación, el control estatal y la enseñanza académica, porque, simplemente, carecen de skin in the game, es decir, no tienen comprometido su pellejo en el asunto. Según este autor, si las personas que toman decisiones para mejorar o controlar la realidad sufrieran en carne propia los resultados de sus propias decisiones, las leyes estarían mucho más cercanas a la realidad y, por ende, serían más eficaces para mejorarla. Los cisnes negros son los que marcan los cambios importantes de la historia y se caracterizan por: no haber sido previstos, generar un impacto enorme y, una vez producidos, provocar toda una serie de razonamientos tendientes a explicar su aparición y cómo podría haberse prevenido si se hubiesen tomado en cuenta los datos adecuados de la realidad (una especie de predicción ex post facto).

(41) FERNÁNDEZ SESSAREGO, Carlos, ob. cit.

(42) LORENZETTI, Ricardo L. (dir.), ob. cit., t. V, ps. 553 y ss. Manóvil sostiene que las normas indisponibles son aquellas cuyo fundamento anida en el orden público (y tendrían el mismo orden de prelación que las leyes especiales), mientras que las normas imperativas son las que protegen intereses particulares (cfr. MANÓVIL, Rafael M., «Algunas incidencias del Código Civil y Comercial sobre la responsabilidad de los directores de sociedades anónimas», Supl. Acad. Nac. de Derecho 2016 [septiembre], 12/09/2016, 5; AR/DOC/3449/2016). No estamos de acuerdo con esta diferenciación, porque, tal como se verá en este mismo apartado, adherimos a la tesis relativa a que el orden público se identifica con la norma imperativa y que su fundamento es incomprobable, tratándose del mero ejercicio del poder regulador de turno con los límites institucionales impuestos por la Constitución Nacional y los tratados de derechos humanos, aunque dichos límites podrían volatilizarse en determinadas circunstancias.

(43) VAREILLES-SOMMIÈRES, Gabriel de Labroue de, «La personnalité morale», Revue de Lile, 1900. El BGB y el Código Civil Federal suizo no lo incluyen en sus normas, porque lo consideran un concepto vago e indeterminado (cfr. APARICIO, Juan Manuel, «Contratos. Parte general», Ed. Hammurabi, Buenos Aires, 1997, p. 92).

(44) CARDINI, Eugenio, «Orden público», Ed. Abeledo- Perrot, Buenos Aires, 1959, p. 7.

(45) ESPARZA, Gustavo – FIGUERLOLA, Melchor – MONTENEGRO, Gustavo, «El orden público en el derecho privado», Ed. Martín, 2018, p. 20.

(46) Un ejemplo de ello podría ser la visión futurista de Harari acerca del desplazamiento masivo de trabajadores por las máquinas y la necesidad de replantear el sistema económico mundial introduciendo, por ejemplo, la renta básica universal (cfr. HARARI, Yuval N., «21 lecciones para el siglo XXI», Ed. Debate, Buenos Aires, 2018, ps. 54-64).

(47) BORDA, Guillermo A., «Tratado de derecho civil. Parte general», Ed. AbeledoPerrot, 12ª ed., Buenos Aires, 2004, t. I, p. 67. Si bien Llambías cuestionó la tesitura de Borda, al afirmar que el orden público era el fundamento de la imperatividad de las normas, consideramos que Borda sigue en lo cierto, porque si el legislador decide que una norma no puede ser dejada de lado por las partes, aun en los casos donde supuestamente sólo están comprendidos intereses privados, se advierte la necesidad de que esa norma no sea dejada de lado en gran escala, con lo cual difícilmente pueda negarse la existencia de un interés general comprometido. En este mismo sentido se expide Vergara, al sostener: «el contrato es una herramienta al servicio de la realización de los intereses privados. Sin embargo, un análisis más global no impide ver cómo esa realización personal contribuye de algún modo a la realización de intereses más generales. Es que de hecho siempre hay una perspectiva que permite conectar los fines individuales inmediatos con los fines sociales mediatos» (VERGARA, Leandro, «Nuevo orden contractual en el Código Civil y Comercial», LA LEY del 17/12/2014; AR/DOC/4608/2014).

(48) COSTE, Diego – BOTTERI, José D., «El derecho de separación del socio», cit.

(49) Arts. 144, 292, 298, 315, 337, 340, 347, 365, 392, 395, 398, 407, 426, 427, 428, 429, 462, 480, 504, 706, 729, 756, 757, 758, 883, 887, 961, 991, 1009, 1011, 1061, 1079, 1166, 1170, 1171, 1301, 1366, 1483, 1681, 1688, 1705, 1710, 1732, 1743, 1772, 1784, 1799, 1810, 1816, 1824, 1868, 1894, 1895, 1898, 1899, 1901, 1902, 1903, 1918, 1919, 1935, 1936, 1957, 1963, 2226, 2254, 2258, 2259, 2260, 2315, 2443 y 2593.

(50) ALTERINI, Jorge H. (dir. gral.), «Código Civil y Comercial de la Nación comentado», Ed. La Ley, Buenos Aires, 2016, 2ª ed., t. V, ps. 67 y ss. LORENZETTI, Ricardo L., ob. cit., t. I, ps. 53 y ss.

(51) LORENZETTI, Ricardo L., ob. cit., t. I, ps. 53 y ss.

(52) ALTERINI, Jorge H. (dir. gral.), ob. cit., t. V, ps. 42 y ss., con cita de SPOTA, Alberto G. – LEIVA FERNÁNDEZ, Luis F. P., «Instituciones de derecho civil. Contratos», Ed. La Ley, Buenos Aires, 2009, t. III, nro. 566, p. 388; y GASTALDI, José M., «La buena fe en el derecho de los contratos», en CÓRDOBA, M. (dir.), Tratado de la buena fe en el derecho, Ed. La Ley, Buenos Aires, 2004, t. I, ps. 301 y ss. También ver LORENZETTI, Ricardo L., ob. cit., t. I, ps. 546 y ss.

(53) Sobre el deber de colaboración en los contratos de larga duración se dijo: «Así, en vez del contrato irrevocable, fijo, estático y cristalizado de ayer, conocemos un contrato dinámico, flexible, que las partes deben adaptar para que pueda sobrevivir, aun sacrificando alguno de sus intereses. Se trata de una nueva concepción del contrato, ya ahora como ente vivo, como vínculo que puede tener un contenido variable, complementado por las partes o por el juez ante las nulidades parciales, con una solución equitativa para los eventuales problemas que puedan surgir» (ESBORRAZ, David F., «Contratos y sistemas en América Latina», Ed. Rubinzal-Culzoni, Buenos Aires, 2006, p. 140). También: «El contrato concebido como justo por haber sido concertado libremente por las partes, que gozaban de igualdad juridica formal, se pretende ahora que sea verificada y garantizada no sólo la justicia contractual, que debe ser real, sino también una cierta solidaridad entre las partes» (WALD, Arnoldo, «El nuevo Código Civil brasileño y el solidarismo contractual», RDCO 216-63, Ed. LexisNexis, Buenos Aires).

(54) SCHNEIDER, Lorena R., «El control societario y los abusos de mayoría, de minoría y de socios en posición equivalente», LA LEY, 2017-A, 919; AR/DOC/214/2017.

(55) COSTE, Diego – BOTTERI, José D., «El derecho de separación del socio», cit.

(56) CONDORELLI, Epifanio J. L., «Del abuso y la mala fe dentro del proceso», Ed. AbeledoPerrot, Buenos Aires, 1986, p. 35, citado por LOUTAYF RANEA, Roberto G., «Abuso del derecho», SJA del 17/06/2015, 24; AP AP/DOC/512/2015.

(57) Sobre este punto, la Comisión Redactora del Proyecto de Cód. Civ. y Com. precisó que «además del clásico abuso en ejercicio de un derecho por parte de su titilar, presenta otras manifestaciones del instituto: (a) la situación jurídica abusiva, que surge del tercer párrafo de los arts. 10 y 1120 y que son el resultado del ejercicio de una pluralidad de derechos que, considerados aisladamente, podrían no ser calificados como tales, pero que en conjunto permiten calificar de tal modo a la situación» (apart. III.6.3).

(58) LORENZETTI, Ricardo L., ob. cit., t. I, p. 63.

(59) ALTERINI, Jorge H. (dir.), ob. cit., t. I, comentario al art. 10, p. 79.

(60) El Dr. Claudio C. Cacio sostuvo, en un sonado caso, que no era necesario ingresar en consideraciones morales, cuando no caben dudas acerca de que ciertos hechos comportan malas costumbres.

(61) Recordemos que la racionalidad formal consiste en un mero ejercicio donde las normas jurídicas son consideradas una premisa mayor a la cual deben subsumirse los hechos del caso para dar luego una conclusión lógica. No toma en cuenta la racionalidad y coherencia de los fines y medios de la decisión. Sobre la racionalidad en el derecho ver FARIÑAS DULCE, María José, «La sociología del derecho de Max Weber», Ed. Universidad Nacional Autónoma de México, México, 1989.

(62) En este trabajo hemos seguido, fundamentalmente, el enfoque de BUNGE, Mario A. – BOUDON, Raymond, en sus obras «Las ciencias sociales en discusión», cit., y «La racionalidad en las ciencias sociales», cit., respectivamente. Consideramos que son los enfoques más modernos y depurados acerca de la teoría de la decisión y acción racional, superadoras de las críticas que se han hecho a las teorías de la elección racional. Debemos resaltar que durante los últimos años, las ideas de Robert K. Merton, considerado uno de los gigantes de la sociología de todos los tiempos, que nutren en parte el enfoque sistémico y realista de Mario A. Bunge, han sido profundizadas y ampliadas por una corriente denominada «sociología analítica», integradas por notables científicos sociales. Recomendamos la lectura de la obra: HEDSTRÖM, Peter – BEARMAN, Peter (dirs.), «The Oxford Handbook of Analytical Sociology», Ed. Oxford University Press, Oxford, 2012. En ella podrá verse un esquema novedoso y multidisciplinar que avanza sobre los trabajos que estamos siguiendo en el esquema de decisión racional propuesto. Sin perjuicio de ello, a los efectos de la solución del problema concreto que plantea este artículo, consideramos que la fórmula de decisión racional debe ser lo más simple posible, pues no se trata aquí de explicar las bases del comportamiento humano y tratar de predecirlo, sino de diseñar un esquema de acción que cumpla con recaudos de racionalidad ampliamente consensuados en el ámbito de la comunidad filosófica y académica en general, contemplando además un punto de partida ético basado en el utilitarismo generalizante. Finalmente, la literatura del tema es muy nutrida y ofrecemos al lector la posibilidad de elaborar su propio criterio de racionalidad para encontrar y proponer alguno más eficaz y eficiente que el que hemos sugerido. Se pueden consultar las siguientes obras: SEN, «Choice, welfare and measurement», Ed. Blackwell, Oxford, 1982; ELSTER, «Solomonic judgements», Ed. Cambridge University Press, 1990; GODELIER, «Racionalidad e irracionalidad en economía», Ed. Siglo XXI, México, 1974; BECKER, «The economic approach to human behavior», Ed. University of Chicago Press, Chicago, 1976; BECKER y MURPHY, «A theory of rational addiction», Journal of Political Economy, 1988; BOOTH, James – MEADWELL, «Politics and rationality», Ed. Cambridge University Press, Cambridge, 1993; COLEMAN, «Foundations of social theory», Ed. Harvard University Press, Cambridge, Massachusetts, 1990; BENN – MORTIMORE, «Rationality and the social sciences», Ed. Routledge and Kegan Paul, Londres, 1976; LUCE – RAIFFA, «Games and decisions. Introduction and critical survey», Ed. Dover, Nueva York, 1989; MOSER, «Rationality in action. Contemporary approaches», Ed. Cambridge University Press, Cambridge, 1990; OLSON, «The logic of collective action», Ed. Harvard University Press, Cambridge, Massachusetts, 1971; RAPOPORT, «Decision theory and decision behavior», Ed. Kluwer, Dordrecht, 1989; VON NEWMANN – MORGENSTERN, «Theory of games and economic behavior», Ed. Princeton University Press, Princeton, NJ, 1947, 2a ed.

(63) HIDALGO, Cecilia, «Racionalidad y método en ciencias humanas: la noción de comparación adecuada», en NUDLER, Oscar – KLIMOVSKY, Gregorio (dirs.), La racionalidad en debate, Ed. Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1993, t. II, ps. 216 y ss.

(64) BUNGE, Mario A., «Las ciencias sociales en discusión», cit. El enfoque es similar al de Raymond Boudon: «Sea X un objetivo, un valor, una representación, una preferencia, una creencia o una opinión. Se dirá que X se explica por la racionalidad ordinaria si X es a los ojos del individuo que adhiere a X la consecuencia de un sistema de razones S todos cuyos elementos son aceptables para él y si al alcance de su vista no existe un sistema de razones S’ preferible que lo llevaría a suscribir a X’ más que a X. En este caso, se dirá que S es la causa de la adhesión del individuo a X». Hemos preferido el de Mario A. Bunge, porque este último logró un grado de formalización superior, facilitando la aplicación del criterio a casos concretos del ámbito societario.

(65) Se condice también con lo afirmado por uno de los fundadores del utilitarismo, Jeremy BENTHAM, quien en su libro «Los principios de la moral y la legislación», Ed. Heliasta, Buenos Aires, 2008, p. 34, postuló que en la búsqueda del placer había que evitar dolores para uno mismo y para otros; y si el dolor era inevitable, debía minimizarse extendiéndose a la menor cantidad posible de personas.

(66) En las sociedades abiertas, más allá del esquema Modigliani-Miller, que ha sido objeto de sólidos cuestionamientos, el financiamiento interno también tiene costos relevantes que se traducen en las expectativas del mercado en torno a la política de dividendos como elemento para decidir invertir en la empresa. Pero estos supuestos tienen una relevancia ínfima en el universo de conflictos vinculados a la noción de interés social en la República Argentina.

(67) En este supuesto estaría en juego el respeto de la causa-fin objetiva.

(68) Dejamos fuera del análisis, deliberadamente, los modelos y herramientas diseñados por las disciplinas empresariales que normalmente se ven involucrados en esta clase de conflictos. Su consideración excedería el límite conveniente de este trabajo. Por el momento consideramos suficiente afirmar que integran un aspecto de praxiología citada: la elección de los medios adecuados para lograr el objetivo planteado, dentro del marco axiológico realista adoptado.

(69) La Cámara Nacional de Apelaciones en lo Comercial emitió hace tiempo un fallo que encuadra dentro de esa teoría de la acción, resolviendo que no corresponde la capitalización de pasivos que implica una limitación del derecho de preferencia de los socios, cuando el saneamiento financiero de la empresa podía obtenerse mediante un aumento de capital, mecanismo alternativo que impedía la licuación de los socios preexistentes (CNCom., sala A, 29/05/1979, «Suixtil SA c. Comisión Nacional de Valores», citado por NISSEN, Ricardo A., «Ley de Sociedades Comerciales», Astrea, Buenos Aires, 2010, t. 2, p. 540).